miércoles, 31 de agosto de 2011

En busca de la felicidad


Comprar regalos para los demás no siempre es fácil, sobre todo si no conocemos bien a la persona a la que queremos obsequiar. Por eso existen tantos libros que aconsejan cómo proceder ante esta cuestión tan espinosa. «Vamos a ver... podría usted comprarle un gatito», pero y ¿si no le gustan los gatos? o ¿si es alérgica...? «A él le podría regalar una corbata de Armani...», pero tal vez anda muy sobrado de corbatas; además, ¿cómo atinar a sus gustos? «¡Ah! podría regalarle una buena botella de Grand Marnier...», pero ¿y si es abstemio? Para acabar pronto, la clave está en encontrar alguna cosa que nuestro agasajado desee de veras y todavía no posea.

La sociedad ha encontrado una buena solución en las tarjetas de felicitación que nos intercambiamos en ciertas fechas importantes. «¡Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo!», «¡Feliz Cumpleaños!», «¡Feliz Aniversario de Bodas!», «¡Feliz Día de las Madres!». Todo es un «feliz» esto, o «feliz» aquello, independientemente de lo que estemos celebrando. Cualquier persona recibe estos buenos deseos con agrado -excepto, desde luego, las amargadas que refunfuñan de todo-, porque la felicidad siempre nos resulta apetecible, y jamás quedamos satisfechos.

¿Qué tiene que ver esto con los valores humanos? La felicidad es la reina de los valores, la «vasija de oro que está al final del arcoiris». Todos la buscamos y apreciamos sobremanera. ¿Acaso no es un bien para todo hombre? Como vimos en el capítulo segundo, hemos sido creados para la felicidad. Ese es nuestro destino: ser felices para siempre. Más aún, todas nuestras acciones tienden, en definitiva, a conquistarla. La felicidad no es un «medio» para obtener otros fines; no es un peldaño para llegar a otra meta. Nadie vende su felicidad simplemente para conseguir dinero; más bien, busca dinero porque lo considera un medio para alcanzar mayor felicidad.


¿Es feliz todo el mundo?

Si esto resulta tan claro, ¿por qué fracasan con tanta frecuencia nuestros esfuerzos por ser felices? El rostro del mundo contemporáneo nos sugiere que hay muy pocas personas verdaderamente felices. Un artículo de la revista Time (del 13 de septiembre de 1993), llevaba como subtítulo: «La alegría es muy difícil de encontrar en estos días, adondequiera que vayas, según un grupo internacional de encuestadores».

Es verdad, muchos ríen y se sumergen en distracciones, pasatiempos y entretenimiento, pero no dan muestras de haber conquistado la felicidad. Más bien parece que están huyendo de sí mismos. Un síntoma claro de esto es el rechazo, tan difundido en la actualidad, del silencio. Preferimos el ruido, la música, la actividad frenética, antes que enfrentarnos con nuestra propia realidad. ¡Cuánto nos ayudaría tomar un momento para reflexionar sobre nuestra vida y sobre el destino hacia el que nos encaminamos!

Cientos de libros hablan de la felicidad. Desde los antiguos filósofos hasta los psicólogos de moda, abundan las recetas para la felicidad, pero la gente no parece muy feliz. Basta caminar por las calles de París, Nueva York o Londres, y mirar a los ojos de la gente que pasa; casi todos llevan la mirada triste. Los periódicos y muchas personas conocidas nos descubren a diario la tragedia de la infelicidad.

A veces nos engañamos pensando que, para ser felices, se requieren muchos ingredientes: dinero, poder, placeres, «experiencias»... Es la consabida receta de la felicidad que propone la cultura moderna. Incluso las Naciones Unidas formularon en cierta ocasión una lista con 12 requisitos para la felicidad, que incluía la radio, la bicicleta y un juego de utensilios de cocina para la familia.

Sin embargo, apoyar toda la felicidad sobre el tambaleante soporte de las posesiones materiales y de la buena suerte es desconcertante. Estas condiciones son externas y, hasta cierto punto, no dependen de nosotros. Más aún, ninguna de ellas es permanente o segura. Jamás estaré seguro de poder conservar indefinidamente estos requisitos «indispensables» para ser feliz; por tanto, jamás seré verdaderamente feliz. Viviré angustiado, pensando que la felicidad es tan inestable como un castillo de naipes, próximo a precipitarse de un momento a otro. Sin embargo, la experiencia humana nos sugiere otra realidad. Hay personas que viven materialmente en la pobreza, pero son felices; como también hay millonarios que inspiran verdadera compasión.

¡Cuántos hombres de nuestra era se sienten como niños mimados: inundados de «cosas», pero profundamente insatisfechos! La civilización actual nos ofrece una infinidad de bienes de consumo que nuestros abuelos ni siquiera habían soñado. Y, sin embargo, tal vez la vida de muchos hombres hoy es más miserable y angustiada que la de la gente de hace unas cuantas décadas. El hombre sabe cómo construir un avión, cómo llegar a la luna; conoce el funcionamiento de un coche o de una computadora, pero se siente inmensamente infeliz porque, en el fondo, no sabe «cómo funciona» él mismo, ni para qué está aquí, ni cuál es el sentido de su existencia. El progreso tecnológico pone ante sus ojos muchas respuestas a sus «qué», «cómo» y «cuándo», pero no a sus «por qué».

Incluso Nietzsche llegó a decir: «Quien tiene un por qué vivir, siempre encontrará un cómo». Los «por qué» tienen que ver con el significado de nuestra vida, y este significado tiene que ver con nuestra felicidad. El problema está en que hemos puesto todo nuestro interés en los «cómo», dejando de lado lo que es fundamental: el «por qué».

¿Cómo solucionar esta situación? ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Cómo ayudar a los demás a alcanzarla? La felicidad es escurridiza; se nos va de las manos; parece que no se deja alcanzar. En realidad, tal vez nos ocurre esto porque no sabemos qué es exactamente la felicidad. Por aquí habrá que empezar. Circulan muchas teorías sobre el significado de la felicidad; pero veremos que la única verdadera es aquélla que toma en cuenta lo que significa «ser hombre».

Tal vez muchas personas se verían en apuros para contestar a quemarropa esta pregunta: ¿qué es la felicidad? En parte porque hay diversos tipos de felicidad. Decir que uno «se siente feliz» después de beberse una copa de vino es algo muy diverso de decir, por ejemplo, que «Fernando es una persona feliz», o que «Carlos y Beatriz son una pareja feliz». Hay, pues, diversos tipos o grados de felicidad.


Grados de felicidad

El churrasco es uno de los platos más famosos de la comida brasileña. Consiste en un buen trozo de carne asada lentamente al carbón, después de una noche de remojo en una mezcla de vinagre, sal, y algunas hierbas y especias. Cuanto más tiempo pasa la carne en el remojo, tanto más se impregna del sabor de las especias. Todo depende del sabor que queramos.

Algo parecido pasa con la felicidad. Hay varios «grados de penetración». La felicidad puede ser algo superficial y pasajero, o puede penetrar hasta el corazón de nuestro ser. Tal vez mostrando los cuatro niveles básicos de felicidad podemos entender lo que significa esa palabra, según el contexto en el que se esté usando.


Primer grado: Disfrute

Todos hemos experimentado momentos de deleite, euforia, placer emocional. ¿Quién no se ha recostado plácidamente en la arena, olvidando todos los problemas, para tomar el sol y «dejar que las cosas se arreglen solas». Estos sentimientos pueden provenir de muy diversas fuentes: un paseo en bicicleta, una hoguera con los amigos, la contemplación del cielo en una noche estrellada. También se pueden producir artificialmente, recurriendo, por ejemplo, a las drogas o al alcohol.

La famosa canción de «Simon and Garfunkel» The 59th Street Bridge Song, asume una actitud típica de los años sesenta que también puede ser atractiva para muchos de nosotros:

«Más despacio, vas muy de prisa,
tienes que hacer que dure la mañana,
pateando una piedra por la calle,
buscando diversión y sintiéndote estupendamente...

No tengo hazañas que realizar,
ni promesas que cumplir,
estoy cansado, soñoliento y listo para dormir, deja que el amanecer deje caer sus pétalos sobre mí,
vida te amo, todo va estupendamente».


Ese «sentirse estupendamente» es una fuente muy superficial de felicidad, que poco tiene que ver con la realidad. Consiste simplemente en olvidar las preocupaciones, los compromisos, y refugiarse en sentimientos de falsa tranquilidad y libertad, como una balsa que se desliza suavemente sobre un río sereno. El «sentirse estupendamente» se puede entender de dos maneras: uno activo (la euforia), y otro pasivo (la despreocupación). Este tipo de felicidad ejerce su atracción sobre la capa más superficial de nuestro ser. Pasa por alto nuestras facultades superiores (la inteligencia y la voluntad) para ir directamente al nivel sensitivo de nuestra naturaleza: la imaginación, los sentidos externos y los sentimientos.

No está mal, desde luego, escapar de los problemas de vez en cuando para airearse, siempre que se usen medios lícitos, pero no debemos confundir estas «escapadas» con la verdadera felicidad. La experiencia nos enseña que la superficialidad suele desembocar en la insatisfacción.

Éste es el tipo de felicidad que prometen algunos cultos religiosos de moda, como el New Age, y la televisión de puro entretenimiento. Muchos canjean la posibilidad de una vida llena de significado por un caudal de sensaciones y experiencias superficiales. Al final, se quedan con el alma y con la mente marchitas y secas, como un mazo de flores agostadas. Éste no es el tipo de felicidad que satisface nuestros anhelos más profundos.


Segundo grado: Alegría

Hay días en los que uno se levanta «con el pie derecho». Todo sale a pedir de boca. El primer día de vacaciones, un aumento de sueldo, un premio de tres millones en la lotería... uno se siente dueño del mundo. Son grandes momentos, pero pocos en la vida y muy distanciados unos de otros.

La alegría y el gozo son muy parecidos; a veces no se pueden distinguir. Sin embargo, hay entre ellos tres diferencias notables: 1. La alegría puede ser ilusoria, mientras que el gozo es siempre auténtico. 2. La alegría es transitoria, mientras que el gozo es permanente. 3. La alegría sigue siendo, esencialmente, un sentimiento, mientras que el gozo es un estado habitual, un modo de ser.

San Agustín distingue muy bien entre la alegría y el gozo. Para él, el gozo es «la alegría en la verdad»; la alegría puede ser provocada por una causa buena o mala, mientras que el gozo siempre es fruto del bien (porque es en la verdad). Uno puede sentir alegría al pecar. Un esposo adúltero puede sentirse «alegre» cuando se encuentra con su amante en una cita clandestina. Un atracador de bancos puede sentir «alegría» cuando logra un golpe perfecto, dejando a la policía totalmente confundida. Hay una alegría buena (que brota de las cosas buenas) y una alegría perversa (que brota de las cosas malas).

Quien peca puede sentir alegría, pero no gozo. El pecado es una forma de mentira; el gozo se funda en la verdad.


Tercer grado: Paz

La paz es el tercer grado de felicidad. Consiste en la ausencia de conflictos, divisiones y de todo aquello que pueda perturbarnos o inquietarnos. Como uno de esos lagos cristalinos en una tarde de agosto, la paz es tranquilidad, serenidad, calma interior. La paz es ausencia de temores, angustias, dolores o lágrimas; la paz es reposo después del tráfago del día, serenidad después de las prisas, tranquilidad después de reconocer los fallos cometidos; la paz es eso que se experimenta cuando al final todo se arregla.

La verdadera paz sólo la disfrutaremos en el cielo, meta final de nuestro maratón terreno. Sólo allí todo será «perfecto»; sólo allí se secarán las lágrimas para siempre; sólo allí las heridas sanarán, desaparecerán las divisiones y cesarán las preocupaciones.

Aquí, en la tierra, percibimos sólo reflejos de esa paz, al menos los indispensables para darnos cuenta de que la anhelamos con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma.

Podríamos decir, incluso, que la paz y la felicidad son la misma cosa. De hecho, en la Sagrada Escritura se entiende la paz no sólo como la ausencia de todo mal, sino también como la presencia de todo bien. Para el hombre de nuestro tiempo, la paz se asocia normalmente con el reposo y la liberación de todo esfuerzo. En este sentido, la paz es necesaria para la felicidad, pero no es la felicidad en sí misma. La felicidad es un bien real, y no sólo la ausencia de otra cosa.

Tal vez los jóvenes tienen razón al no aceptar fácilmente que la paz se identifica, sin más, con la felicidad auténtica, pues les parece insípida, que no satisface. Ellos quieren acción, aventuras; les gusta soñar, planear, descubrir, en una palabra: vivir. La felicidad es vida. Por eso rechazan esa caricatura que algunos pintan de lo que nos espera en el cielo. Les repugna el tedio y la monotonía de un cielo de descanso, de contemplación, de coros celestiales que cantan salmos repetitivos una y otra vez...

Teniendo esto presente, hay que dar un paso más para descubrir la verdadera naturaleza de la felicidad: el gozo.


Cuarto grado: Gozo

Boecio, uno de los más grandes filósofos cristianos, describe la felicidad como «el bien que, una vez alcanzado, no deja espacio para desear otra cosa. Es la perfección de todos los bienes y contiene en sí todo lo que es bueno». Más adelante añade: «La felicidad es el estado perfecto por la posesión de todo lo que es bueno». Esta es la verdadera y perfecta felicidad. Esto es lo que en realidad anhelamos. El gozo consiste en poseer y disfrutar el bien, y esto sólo es posible plenamente en el cielo, donde el gozo se convierte en «beatitud», es decir, en posesión y disfrute de la Bondad Suma.

Ya se ve por qué resulta insuficiente ese concepto, demasiado infantil, que a veces tenemos del cielo. El cielo no es sólo la ausencia de problemas o de dolor, sino la presencia de todo bien. Jesucristo no habla del cielo como si consistiese en estar sentados sobre las nubes, tocando el arpa todo el día. Las imágenes que utiliza se refieren a banquetes, fiestas, bodas..., algo más atractivo, ciertamente, que una serie de ejercicios para arpa.

A San Pablo se le encadena literalmente la lengua cuando trata de describir el cielo y termina por decirnos, que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre pudo imaginar lo que Dios tiene preparado para aquéllos que le aman» (I Cor. 2, 9).

La felicidad no consiste en tener todo lo que uno quiere. No siempre queremos lo que nos puede hacer felices. El que es alcohólico querrá siempre un vaso con whiskey; el que es misántropo, querrá estar siempre solo; el que es dictador querrá siempre controlar a cuantos habitan la faz de la tierra. Para ser felices, necesitamos no sólo poseer lo que queremos, sino aprender a querer lo que es bueno.

Una cosa es saber lo que se quiere y otra, cómo alcanzarlo. Todos los hombres suspiran por sus sueños en la vida; y, sin embargo, muy pocos los realizan. Cuando un niño visita la tienda de animales y se obsesiona por una lagartija, que a él le parece particularmente atractiva, tiene que ingeniárselas para convencer a mamá de que aquel lagarto en miniatura tiene mucho que ofrecer a la familia. Saber lo que queremos es el primer paso, pero después viene el problema de cómo conseguirlo.

No basta decidir, de un momento a otro, que uno quiere ser feliz. La felicidad no es una actividad, como patinar sobre hielo o ir de compras al centro comercial. Ni siquiera es algo que podemos producir a fuerza de quererlo. La felicidad es un estado, una manera de vivir. Es más un efecto que una tarea, más una consecuencia que un proyecto.


En busca del tesoro

Retomemos la parábola de Cristo sobre el tesoro escondido en el campo, que comentamos en el primer capítulo de este libro:«El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo esconde y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt. 13, 44).

Conviene notar que el tesoro no está en venta. El tesoro viene con el campo. Sucede de modo semejante con la felicidad: no está en venta, no se puede escoger ser feliz directamente, sino sólo indirectamente, a través del uso de nuestra libertad en las decisiones de la vida diaria.

Entonces, ¿dónde está el secreto? ¿Cuál es ese campo donde está el tesoro escondido? Hay muchas respuestas para esta pregunta, tan sencilla en apariencia. La respuesta que el mundo suele ofrecer es la de las tres «p»: placer, poder y posesiones. Aunque esta respuesta, bien lo sabemos, no satisface nuestras aspiraciones más profundas, no deja de ejercer una fuerte fascinación sobre nosotros.


Las tres «p»

1. Placer

El placer es agradable, a todos nos gusta. Es inútil tratar de convencernos de lo contrario. El problema no consiste en saber si el placer es agradable o no; hay que preguntarse, más bien, si es suficiente. ¿Puede el placer colmar el espíritu humano? Me refiero en este caso al placer sensible, pues existe, por extensión, un tipo de placer «espiritual», de alcance más profundo.

Quienes han experimentado realmente el placer, nos aseguran que no basta. El célebre humanista francés del renacimiento, Michel Montaigne, asegura en el tercer libro de sus Ensayos: «Yo, que me jacto de gozar de todos los placeres de la vida tan a menudo y de forma tan particular, encuentro en ellos, cuando los observo detenidamente, que no son nada más que viento. Los placeres nos atraen fuertemente, pero una vez que los tenemos en la mano, nos damos cuenta de que son vanos y efímeros».

La Biblia nos ofrece un testimonio similar de la insuficiencia del placer para satisfacer las necesidades del espíritu humano. Así, por ejemplo, el libro del Eclesiastés sugiere, con palabras muy ilustrativas, el escaso valor de una vida acomodada: «Dije en mi corazón: "¡Ea, quiero probar la alegría; gozar del placer!... Resolví en mi corazón regalar mi cuerpo con el vino..., y entregarme a la necedad para ver dónde está la felicidad de los hombres y lo que hacen debajo de los cielos durante los días de su vida. Emprendí grandes obras, me construí palacios y me planté viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles frutales de toda clase. Me hice estanques de agua para regar con ellos un bosque fértil. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en mi casa; tuve también mucho ganado, vacas y ovejas, en mayor número que todos los que me precedieron en Jerusalén. Amontoné plata y oro, y tesoros de reyes y de provincias; me hice con cantores y cantoras, y lo que constituye la delicia de los hombres, princesas en cantidad. Y continué engrandeciéndome más que cuantos me precedieron en Jerusalén... No negué a mis ojos nada de cuanto deseaban, ni privé a mi corazón de placer alguno... Luego reflexioné sobre todas las obras que mis manos habían hecho y sobre la fatiga que me había tomado por hacerlas, y he aquí que todo es vanidad, atrapar el viento, y no queda provecho alguno bajo el sol» (Ec. 2, 1-11).

Los psicólogos suelen hablar de la «ley de la saturación» y de la «desensibilización» de las personas en el disfrute del placer. Cuanto más nos abandonamos a los placeres, tanto menos nos satisfacen. Pasa aquí como con el uso de narcóticos: hay que incrementar constantemente la dosis para obtener el mismo nivel de gratificación. Así (incluso desde el punto de vista de los epicúreos), es preciso medirse en los placeres para poder apreciarlos. Evidentemente, si éste es el caso, hay que buscar la felicidad en otra parte.

2. Poder

La mayoría de la gente no admite que busca más poder, porque cae mal. Sin embargo, dada nuestra naturaleza y nuestra tendencia al orgullo, a todos nos gusta sentirnos superiores: nos gusta ser servidos y no servir; nos gusta que nos traten de modo especial; nos gusta hacer las cosas a nuestro modo. Esto es poder.

El poder, como el placer, no conduce a la felicidad. Quien alimenta su hambre de poder, en lugar de mantenerla a raya, alimenta lo que tiene de más bajo y vil. El deseo de poder es una pasión; si no la dominamos, ella nos domina. Y una vez que esta pasión nos encadena, podemos decir adiós a la felicidad.

Las vidas más trágicas de la historia han sido las de hombres obsesionados por el poder: Nerón, Napoleón, Hitler, Mussolini, para nombrar algunos de los más famosos. Julio César, el célebre emperador romano, dijo que él preferiría mil veces tener el dominio sobre una pequeña aldea, pero de modo absoluto, que ocupar el segundo puesto en el Imperio Romano.

El ansia de poder es un cáncer. Nos va comiendo por dentro, sin dejarnos en paz. No es un mal exclusivo de dictadores y potentados; a todos nos asecha.

Incluso cuando el anhelo de poder se ve satisfecho, deja un inmenso vacío en el alma. Basta leer las palabras de Abderrahman II, Califa del reino de Córdoba hasta el año 961, en su testamento: «He reinado por más de cincuenta años, en victoria o en paz. He sido amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Las riquezas, los honores, el poder y los placeres acudían inmediatamente a mi llamado. No hay bendición terrena que no haya tenido. Viviendo en esta situación, procuré contar con cuidado los días en que pude disfrutar de una felicidad pura y genuina. Fueron sólo catorce. ¡Oh hombre, no pongas tus esperanzas en esta tierra!

En el mejor de los casos, el poder es temporal e incierto. En el peor de los casos, el poder es obsesivo, y convierte al hombre en el peor enemigo de sí mismo. Cuando estaba en la cumbre de su poderío, José Stalin se volvió tan fanático y desconfiado que llegó a exterminar a sus amigos y colaboradores más cercanos, convencido de que estaban armando algún complot para derrocarlo. Las más de las veces, el poder nos acarrea ansiedad, no felicidad.

3. Posesión



Al corazón humano le gusta poseer. Cuando ponemos la mirada en algo que nos atrae, inmediatamente lo queremos para nosotros. La felicidad tiene mucho que ver con la posesión. Cuando tengamos todo lo que necesitamos, todo lo que anhelamos, todo lo que nuestro corazón desea, seremos felices, sin lugar a duda. El problema no está, pues, en poseer, sino en qué es lo que se posee.

¿Qué significa poseer? Significa tener pleno dominio sobre algo. Poseer no es simplemente tomar una cosa en la mano o traerla en el bolsillo. Cuando voy a la casa de un amigo y tomo un video, no pasa a ser de mi propiedad por el solo hecho de que lo tengo en mis manos. Lo tendré temporalmente en mi poder, pero no será mío para siempre.

Preguntémonos ahora: ¿acaso hay «algo» que poseeremos para siempre? Diariamente, miles de personas sufren robos y despojamientos. De un día para otro pierden sus posesiones. Los terremotos, las inundaciones y otras catástrofes naturales deberían recordarnos a todos que los bienes materiales son inestables, pasajeros; y que tarde o temprano los vamos a perder.

Hay que añadir, además, que las cosas materiales no son completamente «poseíbles». Ellas están ahí, fuera. No podemos poseer lo que es exterior a nosotros, sino lo que es interior: nuestra alma, nuestra libertad, nuestras virtudes. En cierto sentido, poseemos también nuestro pasado, todos nuestros pensamientos, palabras y acciones -lo bueno, lo malo, y lo feo. Nuestras decisiones y elecciones son verdaderamente nuestras.

Es mucho más importante ser que tener. Muchas personas tienen mil y una cosas, pero no son felices. Tener cosas no basta. Por eso hay tanto suicidio, tanto divorcio, tanto problema psicológico entre gente rica. Precisamente en esta semana, mientras escribía este capítulo, cundió la noticia del suicidio de tres prominentes hombres de negocios.

¿Por qué habrá dicho Jesucristo: «Felices los pobres de espíritu»? Porque las cosas no satisfacen. Si aceptamos la falacia de que la felicidad consiste en tener cosas, no deberá maravillarnos que seamos víctimas de la depresión cuando, después de alcanzar una notable fortuna, nos demos cuenta de que aún estamos vacíos interiormente. Esto es lo que significa «atrapar el viento».

Con cuánto tino describe Dickens en su obra Great Expectations la profunda insatisfacción que experimenta quien posee todo lo que el dinero puede comprar. Pone en los labios de Pip estas palabras, una vez que ha acumulado su fortuna: «Hemos gastado tanto dinero como hemos podido, y a cambio hemos recibido tan poco como la gente nos ha querido dar. Hemos sido más o menos miserables, y la mayor parte de nuestros conocidos han estado en la misma condición. Siempre rondó sobre nosotros la alegre ficción de que éramos felices, junto a la esquelética verdad de que nunca lo fuimos».

En resumidas cuentas, las tres «p» son campos estériles. Podemos excavar todo lo que queramos. Podemos traer picos, excavadoras o maquinaria pesada. En estos campos jamás encontraremos ni tesoro, ni felicidad. Tal vez podamos desenterrar alguna baratija, suficiente para mantener nuestro interés, como los buscadores de oro, que se pasan la vida haciendo minas sólo por haber encontrado dos pepitas. Jamás los veremos millonarios.

Las tres «p» no sólo no nos obtienen la felicidad sino que, además, nos obstruyen el camino para alcanzarla. Jesucristo lo sabía. Por eso nos ofreció una misteriosa alternativa: los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. La pobreza (no el despojo, sino el desapego de las cosas) nos libera de la esclavitud de las posesiones. La castidad (no la represión, sino el correcto uso de la sexualidad) nos libera de la esclavitud del placer. La obediencia (no la sumisión ciega, sino la libre dependencia de Dios y de la autoridad legítima) nos libera del apego al poder y al orgullo. Sólo cuando nuestra mente se libera de la voz de estas tres sirenas -las posesiones, el placer y el poder-, podemos ir en busca de la verdadera felicidad.


Tres campos fecundos

Si la felicidad no se encuentra en los campos señalados convencionalmente por la sociedad materialista, ¿dónde podemos encontrarla? La respuesta no es suficientemente sensacional como para ponerla en la primera plana de los diarios o en las revistas de sociedad. No es una solución rápida, como las medicinas milagrosas o los limpiadores que anuncian los supermercados. Sin embargo, una vez más, lo que cuenta no es el campo, sino el tesoro que encierra.


El amor

El amor es el don de sí. Lo curioso de este don es que no se pierde cuando se da. Cuando damos dinero, perdemos dinero. Cuando damos nuestro tiempo, nos queda menos tiempo. Cuando damos comida o vestidos o cualquier otro bien material, merman nuestras pertenencias. Pero cuando nos damos a nosotros mismos, terminamos con más, nos ganamos a nosotros mismos.

Entre las excelentes historias de Among O. Henry, una de las mejores es El regalo de los magos. Es un cuento sobre una joven pareja (James Dillingham Young y su esposa Della) que apenas tienen para sobrevivir con lo que gana James. Viven en un pequeño apartamento en la ciudad, y a duras penas les alcanza el presupuesto, pero son felices. Cuando se acerca el invierno, cada uno busca el modo de conseguir dinero, pues en su corazón ha decidido ofrecerle al otro el mejor regalo de Navidad. La posesión más valiosa de James era el reloj de bolsillo de oro, que había heredado de su padre. Della piensa que el mejor regalo que puede ofrecerle es una cadenilla para su reloj. Viendo que el precio de la cadenilla era muy superior a sus posibilidades, Della optó por vender su largo y hermoso cabello oscuro.

James tenía sus propios planes. Después de recorrer la ciudad, finalmente encontró el regalo perfecto para su querida esposa: un juego de peines de concha de tortuga para su hermoso cabello. Viendo que le alcanzaba el dinero que tenía, optó por vender -ya se adivina- su reloj de bolsillo para comprar los peines.

El amor es así. Ridículo. Ilógico. Tonto. Pero ¿qué es la vida si falta el amor? ¿Qué clase de significado se podría dar a una vida sin amor? El amor es una realidad difícil de conceptualizar, un misterio que no admite explicaciones fáciles. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y Dios es amor. Sin amor nos convertimos en monstruos de la naturaleza; nos volvemos un enigma para nosotros mismos. Jesucristo ya había advertido que hay más felicidad en dar que en recibir, y así es. La felicidad se encuentra en el olvido de sí y en la donación a los demás.

Esto nos lleva a una importante conclusión, que hace estremecer a la mentalidad contemporánea: ¡la felicidad y el sufrimiento no son dos polos contrapuestos! Los publicistas se han afanado por hacernos creer que la solución para la infelicidad es la eliminación del dolor: «tómate una pastilla», «tómate unas vacaciones», «tómate un trago». Enredados en esta mentalidad, difícilmente podremos comprender la lógica del amor. El amor no rehuye el sufrimiento. El misterio del amor es un misterio de sacrificio, de abnegación, de olvido de sí en favor del otro. Por eso la cultura de los "algodones" y del "sentirse bien" es incapaz de ofrecer felicidad, porque nos incapacita para amar. Y nos incapacita para amar porque nos incapacita para olvidarnos a nosotros mismos.

Parece extraño que las personas más felices del mundo sean personas que han sufrido mucho. Blindar nuestro corazón para hacerlo insensible al dolor es deshumanizarnos. Tú y yo hemos sido creados para amar, y encontraremos nuestra realización y nuestra felicidad en esta sublime actividad humana. Como dijo Corneille: «En la felicidad de los demás yo busco la mía».

El mayor obstáculo para la felicidad es el egoísmo o la búsqueda de uno mismo. Nadie es una isla. Quien se cierra en sí mismo jamás podrá ser feliz, porque «no es bueno que el hombre esté solo» (Gen. 2, 18).

No sin razón, la reclusión solitaria es uno de los peores castigos. Importa poco si las murallas las construyen los demás para encerrarnos o si las levantamos nosotros mismos para mantener fuera a los demás. Nuestra pequeñez e impotencia nunca son tan evidentes como cuando estamos completamente solos. Y nadie está tan solo como la persona que está llena de sí misma.

Egoísmo significa hacer de uno mismo la medida de todas las cosas. Es la preocupación exagerada por sí mismo, por el propio mundo y los propios problemas. Egoísmo es buscar lo más fácil y cómodo, en lugar de lo que es justo, noble y bueno. Egoísmo es esa mirada individualista, que considera siempre a los demás como enemigos. El egoísta ve en su vecino un rival, como una hiena mira a otra mientras giran alrededor de la misma presa: o es mía o es tuya, pero no puede ser de los dos. No hay espacios para la solidaridad en este esquema. En lugar de tratar al otro como persona, el egoísta lo usa, le saca provecho.

La felicidad y la caridad (el amor) caminan juntos. El egoísmo destruye la caridad y, por lo mismo, aniquila la felicidad. Como sugiere el P. Marcial Maciel en una carta escrita en 1977: «La caridad abre, el egoísmo cierra; la caridad mantiene el ideal, el egoísmo lo agosta; la caridad agudiza la conciencia y tensa la voluntad, el egoísmo embota la conciencia y tuerce la voluntad hacia otros fines; la caridad perfecciona, el egoísmo apoca. La caridad inquieta, es dinámica, es apostólica...»

La vida consiste en aprender a amar. Puesto que tendemos espontáneamente a buscarnos a nosotros mismos, dada nuestra naturaleza herida por el pecado, tenemos que permanecer alertas para mantener el egoísmo a raya. Sólo dominándolo podremos ser libres para amar.


La fidelidad

El segundo campo es la fidelidad. La fidelidad es el fruto y la culminación del amor. Es la capacidad para comprometernos, para vivir de acuerdo con la palabra dada, aunque las circunstancias cambien y se tornen adversas. La persona fiel no se apoya en las arenas movedizas de la fortuna, sino que vive en la libertad del autodominio. La fidelidad no necesita poesía, porque el alma fiel es el más bello poema que se puede admirar en esta tierra. Las palabras sobran. Es una virtud que se caracteriza por las obras, hechas en silencio y sin aspavientos. La fidelidad es un verdadero heroísmo, porque supone perfección y constancia.

La fidelidad consiste en la identidad entre el «yo debo» y el «yo quiero». Todos hemos tenido en la vida dos experiencias muy profundas, las más profundas que se pueden tener: la experiencia del deber y la experiencia de la libertad. Si uno hace lo que debe, está cumpliendo su deber, su «yo debo». Pero si lo hace libremente, porque quiere hacerlo y no sólo porque debe hacerlo, entonces está realizando su «yo quiero». Cuando el «yo quiero» y el «yo debo» coinciden, la felicidad brota espontánea. El «yo debo» sin el «yo quiero» crea una experiencia de esclavitud; el «yo quiero» sin el «yo debo» produce vaciedad.

Hay muchas obras buenas que despegan muy bien, como un cohete, pero pronto se desvanecen. Es fácil empezar con entusiasmo, pero es difícil conservar el mismo espíritu durante todo el trayecto. Los actos heroicos aislados se parecen a un «sprint». El heroísmo de la fidelidad es un «maratón».

El mundo occidental ha dejado de ser una cultura de la fidelidad; ahora es una cultura de la infidelidad. Antes, todos nuestros héroes eran héroes de la fidelidad: escuderos fieles a sus caballeros, caballeros fieles a sus reyes, reyes fieles a sus pueblos y a sus príncipes.

Tenemos, por ejemplo, la fidelidad de Penélope, la esposa de Odiseo, que esperó contra toda esperanza por veinte años, mientras su marido volvía de Troya. Rechazó con valentía las oleadas de pretendientes que llegaban a diario para cortejarla y casarse con ella. Tenemos también la fidelidad de Cordelia, la hija del Rey Lear, que se mantuvo firme junto a su padre a pesar de tanta incomprensión.

Por otra parte, la historia no ha titubeado al calificar de villanos y canallas a los máximos traidores de la amistad y la confianza. Todavía nos estremece la traición de Bruto, amigo y después asesino de Julio César; o la traición de Judas Iscariote, quien entregó a su Señor por treinta monedas de plata.

Hoy, sin embargo, la infidelidad goza de las mejores credenciales y se presenta como camino de libertad y espontaneidad. En otros tiempos, la infidelidad era considerada como lo que es: una traición. Hoy recibe títulos menos drásticos, que suavizan su dura realidad. Usamos expresiones como «echar una cana al aire», tener una «experiencia inocente» o una «aventurilla».

¿Quiénes son los héroes de nuestro tiempo? Tenemos, por ejemplo, a James Bond, el «agente 007»: un tipo simpático, que conjuga sus buenas maneras con una vida moral a ras de tierra y un corazón tan voluble como las circunstancias que le van saliendo al paso. Como Bond, muchos héroes de turno son personajes de telenovela, que planean cómo engañar a sus esposas, a sus amigos y a sus socios. ¡Cuántos cantantes y estrellas de cine viven, ya fuera del escenario, las mismas tragedias que representan en sus canciones y películas!

La infidelidad, por desgracia, aunque parezca fascinante y alucinadora, es uno de los caminos que conducen con mayor certeza al vacío y a la desilusión.

Las relaciones marido y mujer, médico y paciente, abogado y cliente, socios de negocios, exigen confianza. Quien es fiel a sí mismo y a sus principios, a Dios y a los demás, es una persona íntegra, de una pieza. Y esta integridad es ingrediente necesario para ser felices.


Dios

Aunque parezca muy obvio, el tercer campo de fecundidad es nuestra relación con Dios. Quizá no es tan obvio. Hoy se discute mucho sobre la posibilidad de construir una ética totalmente «laica», que no tenga ninguna relación con un Ser Supremo. ¿Es posible ser felices sin Dios? Muchos afirman desesperadamente que sí. Y digo «desesperadamente» porque les da pánico reconocer que, para ser verdaderamente felices, es necesario recurrir a Dios.

El hombre es un ser espiritual. Por eso pasa espontáneamente de lo finito y lo limitado a la búsqueda de lo Absoluto. El espíritu humano tiende al infinito; jamás se satisface con los bienes limitados, aunque sean muchos. Aunque se sumerja en mil placeres, aunque se lance por incontables aventuras y obtenga todas las posesiones que el mundo le ofrece, el espíritu, insatisfecho, se levanta, mira hacia lo lejos y pregunta: «¿No hay nada más?».

A todos nos sucede que buscamos y no encontramos; buscamos a izquierda y derecha, miramos en derredor y debajo de nosotros, pero no se nos ocurre levantar la mirada y buscar arriba. Sólo Dios es capaz de llenarnos plenamente, porque Dios es infinito. El vacío infinito que reside en nuestros corazones sólo puede llenarlo un Ser infinito. Blas Pascal, en sus Pensamientos, nos ofrece un diagnóstico estupendo de esa sed insaciable que tenemos de felicidad: «Un abismo infinito sólo puede ser colmado con un objeto infinito e inmutable, es decir, sólo con Dios mismo».

Más cercano a nuestros días, C.S. Lewis, en su popular obra Mere Christianity, explica por qué la felicidad sin Dios no es más que un sueño inconsistente: «Lo que Satanás hizo creer a nuestros antepasados remotos fue la idea de que ellos podían inventar algún tipo de felicidad lejos de Dios, apartándose de Dios. Y a raíz de ese intento desesperado fueron llegando todas las cosas que denominamos historia humana: dinero, pobreza, ambición, guerras, prostitución, diferencias de clases, imperios, esclavitud; la larga y terrible historia del hombre que intenta encontrar algo para poder ser feliz, pero al margen de Dios. Sin embargo, esto es imposible, ya que Dios es nuestro Hacedor. Él nos «inventó», como un hombre inventa una máquina. Y así como el hombre fabrica coches que funcionan con gasolina, y éstos no pueden funcionar con otra cosa que no sea gasolina, así también Dios dispuso que el hombre «funcionase» solamente con Él. Dios mismo, y sólo Él, ha querido ser la gasolina para que nuestros espíritus ardan, el alimento para que nuestros espíritus se nutran. Por eso no tiene sentido pedir a Dios que nos permita ser felices «a nuestra manera», sin tener que preocuparnos de la religión. Dios no puede darnos la felicidad y la paz fuera de Él, simplemente porque fuera de Él no existe tal cosa».

Puesto que la persona humana es una, todas las dimensiones de su vida están ligadas entre sí. La felicidad no es un elemento aislado, independiente de los demás aspectos de su vida. Todos los valores, incluida la felicidad, forman una red y se apoyan mutuamente. Todas nuestras decisiones, iluminadas y orientadas por la conciencia, son como las ramas que convergen en el sólido tronco de una personalidad madura, enraizado en la libertad. La felicidad es el fruto maduro de ese árbol. Si la raíz, el tronco y las ramas son sanos, siempre habrá frutos.

La clave para encontrar algo es buscarlo donde está. La felicidad está en Dios. No pretendamos encontrarla en otra parte. Las creaturas de la tierra, buenas en sí, no son más que señales que apuntan hacia el Bien Supremo. Lo importante es no confundir las señales con el punto de destino. Si somos conscientes de que nuestra vida es un viaje, disfrutaremos de la vida como un viajero disfruta de su viaje. El viajero -el peregrino- es feliz por la esperanza, por la certeza de que poseerá en el futuro lo que hoy todavía no posee. Un día no muy lejano, cuando el viaje haya concluido, gozaremos la felicidad del destino conquistado.

Un valor no se aprende como se aprende un dato cualquiera; el valor se asimila. Tampoco se enseña, sino que se testimonia. Si queremos contribuir a hacer felices a los hombres de nuestro tiempo, los discursos y los argumentos, por ingeniosos que sean, nos salen sobrando. Sólo el ejemplo de nuestra vida auténtica, cimentada en la roca firme de los verdaderos valores, puede ayudarles. El único camino para librar a nuestra era de una visión superficial y subjetiva de los valores consiste en tomar en nuestras manos los auténticos valores y mantenerlos muy en alto para que todos puedan apreciar su bondad y su belleza.

Autor: Thomas Williams

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