viernes, 30 de marzo de 2012

HOMILÍA DOMINGO DE RAMOS




(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Marcos 14:1-15:47)

“Te amo”. Tal vez nos hayamos oído estas palabras hoy. Pues, no sólo los novios las hablan como sus últimas palabras en la noche. Se ha hecho costumbre que las madres las dicen como las últimas palabras a sus hijos cuando los dejan en escuela. Los esposos también las repiten cuando terminan una conversación telefónica. “Te amo”. ¡Que distinto matiz tienen que las últimas palabras de Jesús en la Pasión según san Marcos!

En este evangelio Jesús dice sólo una frase de la cruz. No tiene que ver con la confianza como en san Lucas ni con la formación de su familia como en san Juan. No, como en san Mateo sus últimas palabras en san Marcos demuestran desaliento y desolación. “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?”, Jesús grita en arameo. Sólo es humano que Jesús regresa al lenguaje de su niñez en el último momento de su vida natural. Es como si dice de cada persona antes de la muerte vuelve a su niñez para revisar toda su vida. Es como Jesús emite estas palabras del mero corazón.

“Dios mío, Dios mío…” es la traducción que Marcos da para “Eloí, Eloí…” A veces en la exasperación pronunciamos el nombre del Señor, pero aquí Jesús se dirige a Dios en oración. Pues, su saludo está seguido por una declaración. Lo que no oímos es la intimidad con que Jesús rezaba antes. No dice, “Abba, Padre….” Como hizo en el jardín la noche anterior. Es como si ya Jesús sintiera la pérdida de su posesión más preciosa – que vale más que casa o barca – la relación íntima con Dios. 

Los expertos han notado como “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” forman las primeras palabras del Salmo 21 que comienza en lamento pero termina en alabanza. Por eso, según algunos, el propósito de la frase no es indicar la decepción sino el triunfo. Sin embargo, decir que Jesús no tiene desilusión profunda en este momento sería privar del relato de Marcos lo que quiere comunicar. Es cierto que la crucifixión de Jesús termina en el resplandor de la resurrección, pero para evaluar la grandeza de la victoria de Jesús, hay que determinar primero las tinieblas en que se hundió. 

Realmente Jesús siente abandonado por Dios. La noche anterior pidió a su Padre que se le quitara de la ordalía que iba a soportar. Pero no ha visto ninguna respuesta positiva. Al contrario sólo ha encontrado rechazo y dolor. Sus propios discípulos lo traicionaron, se le huyeron, y lo negaron. Su pueblo prefirió un asesino en lugar de él. Los romanos lo azotaron, se le burlaron, y lo crucificaron. Los líderes judíos lo condenaron falsamente, le escupieron, le mostraron el desdeño en la cruz. Aun los otros hombres crucificados con él lo trataron con desprecio. Jesús ha sufrido el abuso como si fuera Muammar Gadafi en Libia el año pasado. 

Sin embargo, no maldice a sus perseguidores, ni desespera en Dios, ni siquiera protesta la injusticia. Más bien, muestra el amor de Dios para el mundo por aceptar todo con paciencia. Merece el juicio del oficio romano que ha atestiguado su muerte: “De veras este hombre era Hijo de Dios”. También vale nuestra alabanza, nuestro seguimiento, y nuestra súplica. Debemos alabarlo porque nos ha liberado del pecado. Debemos seguirlo para evitar recaer en las trampas de soberbia, avaricia, y lujuria. Y debemos suplicarle desde que aun con su ejemplo perfecto nos hace falta la gracia del Espíritu Santo. 

Acordémonos por un momento el cayado del Beato Juan Pablo II. Llevaba la imagen de Jesús crucificado. No parece como Jesús en san Juan que forma su familia desde la cruz. Ni necesariamente Jesús en san Lucas quien muere en completa confianza de Dios Padre. No, parece más como Jesús crucificado en san Marcos: exasperado y maltratado para decirnos: “Te amo”. Jesús aguanta todo para decirnos, “Te amo”.


Autor: Padre Carmelo Mele, O.P.

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