martes, 20 de marzo de 2012

La envidia, “caries de los huesos”




¿En qué consiste ese vicio? En la tristeza por causa del bien ajeno. Tanquerey, en su Compendio de Teología Ascética y Mística, resalta que el despecho causado por la envidia está acompañado de una constricción del corazón, que disminuye su actividad y produce un sentimiento de angustia. El envidioso siente el bien de otra persona "como si fuese un golpe vibrado a su superioridad". No es difícil percibir como ese vicio nace de la soberbia, la cual, como explica el famoso teólogo Fray Royo Marín, O.P., "es el apetito desordenado de la excelencia propia". La envidia "es uno de los pecados más viles y repugnantes que se pueda cometer", hece hincapié el dominicano.

De la envidia nacen diversos pecados, como el odio, la intriga, la murmuración, la difamación, la calumnia y el placer en las adversidades del prójimo. Ella está en la raíz de muchas divisiones y crímenes, hasta incluso en el seno de las familias (basta recordar la historia de José de Egipto). Dice la Escritura: "Por envidia del diablo, entró la muerte al mundo"(Sb 2, 24). Aquí está la raíz de todos los males de nuestra tierra de exilio. El primer homicidio de la Historia tuvo ese vicio como causa: "... y el Señor miró con agrado a Abel y para su oblación, pero no miró a Caín, ni para sus dones. Caín se quedó extremamente irritado con eso, y su semblante se tornó abatido"(Gn 4, 4-5).

Ese vicio comporta grados. Cuando tiene por objeto bienes terrenales (belleza, fuerza, poder, riqueza, etc.), tendrá gravedad mayor o menor, dependiendo de las circunstancias. Pero si dice respecto a dones y gracias concedidas por Dios a un hermano, constituirá uno de los más graves pecados contra el Espíritu Santo: la envidia de la gracia fraterna.

"La envidia del provecho espiritual del prójimo es uno de los pecados más satánicos que se puede cometer, porque con él no solo se tiene envidia y tristeza del bien del hermano, sino también de la gracia de Dios, que crece en el mundo", comenta Fray Royo Marín.

Todas esas consideraciones deben grabarse a fondo en nuestros corazones, haciéndonos huir de ese vicio como de una peste mortal. Alegrémonos con el bien de nuestros hermanos, y alabemos a Dios por su liberalidad y bondad. Quien actúe así notará, en poco tiempo, cómo el corazón estará tranquilo, la vida en paz, y la mente libre para navegar por horizontes más elevados y bellos. Más aún: se tornará él mismo el blanco del cariño y de la predilección de nuestro Padre Celestial.

Autor: Monseñor João S. Clá Dias, EP.

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