viernes, 4 de mayo de 2012

Alrededor de tu mesa brota la alegría

(Hch 9,26-31) "Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino"
(1 Jn 3,18-24) "Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él"
(Jn 15,1-8) "El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante"


--- Misterio pascual

“El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante” (Jn 15,5).
Estas palabras del Evangelio de la liturgia de hoy nos introducen una vez más en el misterio pascual de Jesucristo. La Iglesia medita constantemente este misterio; sin embargo, lo hace de modo especial durante los cincuenta días que median entre la Pascua y Pentecostés, cuando la Iglesia naciente recibió en plenitud la fuerza del Espíritu de vida, que fue enviado a los discípulos de parte de Jesús resucitado, sentado a la diestra del Padre.

La resurrección de Cristo es la revelación de la Vida que no conoce los límites de la muerte (tal como sucede para la vida humana y para toda vida en la tierra).

La vida que se revela en la resurrección de Cristo es la vida divina. Al mismo tiempo es vida para nosotros: para el hombre, para la humanidad. La resurrección del Señor es, en efecto, el punto culminante de toda la economía de la salvación. Precisamente la liturgia de este domingo pone de relieve de modo particular esta verdad, sobre todo, mediante la alegoría de la verdadera vid y los sarmientos.

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (Jn 15,5), dice Cristo a los Apóstoles en el marco del gran discurso de despedida en el Cenáculo.

Por estas palabras del Señor vemos cuán estrecha e íntima debe ser la relación entre Él y sus discípulos, casi formando un único ser viviente, una única vida. Sin embargo inmediatamente después, Jesús precisa nuestra relación de total dependencia respecto a Él: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Hubiera podido decir igualmente: “Sin mí no podéis ni siquiera vivir, ni siquiera existir”. Efectivamente, todo nuestro ser es de Dios. Él es nuestro creador. El hombre que intente prescindir de Dios, es como el sarmiento separado de la vid: “se seca; luego lo recogen y lo echan al fuego y arde” (Jn 15,6).

Unidos a Cristo, vivimos de su misma vida divina y obtenemos lo que pidamos; separados de Él, nuestra existencia se hace estéril y carente de sentido.

--- Purificación

Este vínculo orgánico entre Cristo y los discípulos tiene, a la vez, su referencia al Padre. “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador” (Jn 15,1).

En la alegoría, Cristo coloca esta referencia al Padre en el primer lugar, porque toda la unión orgánica vivificante de los sarmientos con la vid tiene su primer principio y su último fin en la relación con el Padre: Él es el labrador. Cristo es principio de vida, en cuanto que Él mismo ha salido del Padre (cfr. Jn 8,42), el cual tiene en sí mismo la vida (Jn 5,26). En definitiva es el Padre quien se preocupa de los sarmientos, dándoles un trato diverso, según que den o no den fruto, es decir, según que estén vitalmente insertados, o no, en la vid que es Cristo.

Si queremos dar fruto para nuestra salvación y para la de los demás, si queremos ser fecundos en obras buenas con miras al reino, tenemos que aceptar ser podados por el Padre, es decir, ser purificados, y, por lo mismo, robustecidos. Dios permite a veces que los buenos sufran más, precisamente porque sabe que puede contar con ellos, para hacerlos todavía más ricos de buenos frutos. Lo importante es huir de la pretensión de dar fruto por nosotros solos. Lo que hace falta es mantener, más que nunca, en el momento de la prueba, nuestra unión orgánica con Jesús-Vid.

--- Mandamientos y conciencia

La lectura de la primera Carta de San Juan manifiesta este vínculo vivificante del sarmiento con la vid, por parte de las obras, del comportamiento, de la conciencia... por parte del corazón.

Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 3,24). Estos mandamientos se resumen en el deber de amar con obras según verdad (1 Jn 3,18), es decir, según esa verdad que nos da el creer en el nombre de su Hijo Jesucristo.

Si nos comprometemos en este sentido quedaremos insertados en la vid y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en el caso de que nuestra conciencia nos condene (1 Jn 3,20). Conseguimos la paz de la conciencia, cuando nos reconciliamos con Dios y con los hermanos “no de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad” (1 Jn 3,18).

Esta paz es un don de Dios, de su misericordia que nos perdona. “Él es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1 Jn 3,20): Dios tiene en sí una fuente de vida mucho más potente que la de nuestro corazón: si somos sarmientos en peligro de separarnos, sólo Él puede insertarnos de nuevo en la vid. Si hemos roto la relación con Él a causa del pecado, sólo Él puede reconciliarnos consigo, con tal de que, naturalmente, nosotros lo queramos.

La alegoría de la vid y los sarmientos tiene en la liturgia de hoy, una rica elocuencia pascual. Esta elocuencia es fundamental para cada uno de nosotros que somos discípulos de Cristo. Sólo de Cristo-Vid nace la vitalidad. Los sarmientos, sin un vínculo orgánico con Él, no tienen vida.

La siembra de la Palabra de Dios dará frutos abundantes, en la medida en que ella suponga ese “vínculo orgánico” con Cristo, del que he hablado repetidamente, y una ferviente devoción a la Madre de Dios.

Particular -particularísimo- es este vínculo que existe entre Cristo-Vid y su Madre. También María Santísima es -de manera semejante a Cristo- “vid fecunda” (cfr. Sal 127/128,3), que engendra al “Autor de la vida” (Hch 3,15). Entre todas las criaturas, María es la que da más fruto, porque es el sarmiento más alimentado por Jesús-Vid. Entre María y Jesús se da, pues, un “mirabile commercium”, un maravilloso intercambio, un recíproco, único e incomparable flujo de vida y de fecundidad, que irradia al infinito sobre toda la humanidad sus maravillosos efectos de vida y fecundidad.

La Bienaventurada Virgen es el ejemplo más alto de la criatura que “permanece en Dios” y en la que Dios “permanece”, habita como en un templo. Ella, pues, más que nadie, realiza las palabras del Señor: “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15,4).

A Ella, que está más íntimamente unida al Hijo resucitado, a su Madre, confío esta exhortación. “El que permanece en mí -dice el Redentor- da mucho fruto” (Jn 15,5).

Autor: S.S. Juan Pablo II, En la parroquia de Santa María de “Setteville” (5-V-1985)

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