domingo, 6 de mayo de 2012

LLAMADO AL SILENCIO



La soledad y el silencio son necesa­rios al hombre para su trato con Dios y su crecimiento espiritual. Son como el cimiento y la levadura de la vida acti­va. El mismo Jesús nos da ejemplo de ora­ción y abandono del mundo en los cua­renta días en el desierto; pasaba las noches retirado en oración. San Bruno, que vive entre los años 1035 y 1101, en medio de un siglo de vitalidad, de creación y de reforma, se santificó en el silencio. Ahuyentado el fantasma del fin del mundo del año 1000, los hombres se habían lanzado al desenfreno, a la frivolidad, a la violencia y codicia. Dios suscitó voces que se alzaron, enfervorizadas por el amor a Cristo, clamando por la reforma de costumbres, por la dig­nidad eclesiástica y por la libertad de la Iglesia.

El fundador de los car­tujos nació en Colonia hacia 1032, de familia acomoda­da. Poseía una brillante inteligencia. A la edad de quince años pasó a estudiar a Reims y después a París. Pronto se le vio como canónigo y profesor de la Universidad de Reims. Un hom­bre de malas costumbres, a tono con la época, había sido nombrado arzobispo de aquella ciudad, y Bruno denuncia valientemente sus vicios ante el Papa. El Obispo no obe­dece al Pontífice, sigue en su puesto y Bruno soporta con fortaleza sus represalias.

Murió un famoso doctor con fama de sabio y santo. Los funerales se celebraron en París, y allí el muerto alzó la voz repetidas veces, declarando que por justo juicio de Dios estaba condenado. Este hecho impresionó tanto a Bruno que decidió dejar el mundo. Confió su plan a al­gunos amigos, y seis de ellos se decidieron a seguirle. Hastiados de los abusos, de las vanidades del mundo, e impelidos por el temor de los inapelables juicios de Dios, dan sus bienes a los pobres y abandonan Reims. El pequeño grupo hizo sus primeros ensayos de vida religiosa en Molesmes, con San Roberto. Deseando una mayor soledad y un retiro total del mundo, se pusieron en camino encontrando un lugar ade­cuado: Grenoble.

Es el año 1084. San Hugo. Obispo de aquella ciudad, los recibe calurosamen­te, los apoya y los acompaña hasta unos bosques y montes rocosos llama­dos “ La Cartuja”. Allí levantaron unas celditas y una capilla en honor de la Virgen María. Mezcla de anacoretas y cenobitas, hacen renacer en esos mon­tes la vida solitaria y austera de los an­tiguos padres del desierto de la Tebaida. Los envuelve un silencio ma­ravilloso, y viven entre sacrificios y aus­teridades increíbles: Tres días a la semana ayunaban a pan y agua. Sólo para el rezo del oficio divino reuníanse en el oratorio, y los domingos también se juntaban en la mesa, pero en silencio. El saludo, cuando se encontraban, era: Me­mento mori.  Vestidos de hábi­to blanco, símbolo de la pureza de sus almas, alternan el trabajo manual e in­telectual con las más altas contemplaciones: “el espíritu del hombre, semejante a un arco, ha de estar tirante con discreción, para que cumpla su oficio y no afloje”. Las celdas, divididas en taller, dormitorio y oratorio, permi­ten al monje vivir como un ermitaño todo el día, pero sin quitarle las garantías materiales y espirituales de la vida común.

El Santo allí rebosa de una santa alegría que le hace repe­tir “¡Oh Bondad de Dios...!” Como el amor a Dios y al pró­jimo son dos ramas del mismo tronco, San Bruno practica, junto con la contemplación, un alto grado de caridad con el prójimo. Se da a todos, su trato es dulce y apacible, mode­lo de olvido de sí y de amor a los demás.

Aquella dulce paz contemplativa fue interrumpida por el llamamiento de Urbano II a fines de 1089, que quería junto a sí a Bruno, quien llegó a Roma en 1090. Lo hace su con­sejero y lo nombra Obispo de Reggio. Bruno obedece y presta una gran ayuda al Papa en un tiempo tan difícil. Pero la vida de la corte en la Ciudad Eterna lo desazona. Permanece allí por obediencia, hasta que rechazada humildemente la mitra, el Papa le permite volver con sus discípulos a unos terrenos yermos que se llamaban la Torre, cerca de Esquilache (1091), donde murió el 6 de octubre de 1101.

La propagación de la orden cartujana fue lenta al principio. En 1300 los monasterios cartujanos eran 63, pero en los cien años siguientes, tan turbu­lentos, se fundaron muchos más, uno por año. Después van disminuyendo poco a poco. Desde 1147 hay también cartujas para mujeres.

La Cartuja es aún hoy día, tal como era en el inicio, conforme al plan primitivo de su fundador. De todas las órdenes medievales es la única que nunca ha necesitado reforma. Ya en 1688 el papa Inocencio XI dio la razón de ello: La Cartuja nunca reformada, porque nunca deformada.

Autor: Unión Lumen Dei

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