miércoles, 10 de octubre de 2012

«FIDES ET RATIO» VERSUS LA FE DEL CARBONERO








  
En el siglo XV hubo en Ávila un obispo llamado Alonso Tostado de Madrigal (el Tostado), de memoria e inteligencia superlativa. Escribió muchísimo sobre lo divino y lo humano. De ahí que, de los que escriben mucho, se diga aún que escribe más que el Tostado. Algunas de sus opiniones, que no preocupaban al Papa, resultaban demasiado audaces y sospechosas a algunos. Se cuenta que quienes se ocupaban de ayudarle a bien morir, ya próximo el lance, querían asegurar a toda costa que el buen obispo amaneciera en el otro mundo con la fe ortodoxa sin mancha.  Estos, por lo visto, marearon la perdiz de tal manera que el Tostado, sacando fuerzas de flaqueza, exclamó: —Yo, ¡como el carbonero!, hijos, ¡como el carbonero!. 

El carbonero aludido era hombre astuto, muy conocido en Ávila. En cierta ocasión le preguntaron: —¿Tú en qué crees?. —En lo que cree la Santa Iglesia. —¿Y qué cree la Santa Iglesia?. —Lo que yo creo. —Pero ¿qué crees tú?. —Lo que cree la Santa Iglesia... Y no había modo de apearle de semejante discurso.

Desde ese legendario entonces, hablar de la «fe del carbonero», es referirse a una fe que ignora razones. Ciertamente la autoridad de la Iglesia instituida por Jesucristo, es fundamento sólido para la fe de cualquier cristiano. Pero la fe de la Iglesia, a su vez, se funda en razones poderosas, que el buen cristiano no debe desconocer. Sin duda carboneros hay, los «que hacen o venden carbón», que saben mucha teología, y más aún saborean. Pero si nos reducimos al sentido original de la expresión, hemos de reconocer que «la fe del carbonero» recibió un fuerte varapalo, no el primero, con la Carta Encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II, sobre las relaciones entre fe y razón, 14-IX-1998. Viene a decir el papa Wojtyla, entre otras cosas, que esa no es la fe que demandan Dios, la Iglesia y el siglo XXI.

EL PODER DE LA RAZÓN

La Encíclica contiene mensajes claros sobre las íntimas relaciones entre estos dos niveles del conocer —el de la razón y el de la fe— que todavía a muchos parecen irreconciliables. En el siglo XVI se proclamó en supuesto favor de la fe, que la razón era «la gran prostituta del diablo». No es cosa ahora de entrar en antecedentes culturales que explican —aunque no justifiquen— la célebre y funesta expresión; pero sí un poco en sus consecuentes. La supuesta ruptura entre fe y razón se difundió por buena parte de Europa y América, sin excluir a los que usaban la razón para pensar, indagar, descubrir verdades de este mundo, con instrumentos cada vez más fiables.

Kant, siglo XVIII, creyó que la Física y la Matemática eran las ciencias por excelencia, puesto que se suponían «exactas», y todo lo que no pudiera conocerse a su modo, resultaba indemostrable y, «por tanto», inciertas. Así propició una filosofía reducida a los fenómenos o apariencias de cosas, que no podía alcanzar el «ser» de las mismas; menos aún su fundamento último, el «Ser» absoluto. Como Kant creía en Dios, en la libertad y la inmortalidad del alma, estableció que la fe y la razón eran dos modos válidos pero inconexos de acceder a la «realidad»; racional uno, irracional el otro. Así quedaba servida, al que confiaba del todo en la razón, la desconfianza en la fe, y viceversa. Así se derivaba fácilmente en el fideísmo (creo porque sí), en el ateísmo (no se puede creer en nada) o en la esquizofrenia. La fe del carbonero, fue el asidero de muchos que no sospechaban que la fe también tiene sus razones que la razón puede entender.

Después ha resultado que ni la Física ni la Matemática son tan exactas y seguras como parecían. Y —para no alargarnos— llegamos a nuestros días, perdida la fe en «la fe» y perdida la fe (la confianza) en la razón, en la ciencia, es decir, en la capacidad del entendimiento humano para conocer lo verdadero, lo seguro, lo bueno, lo justo, lo fundamental para orientarse no sólo en el cosmos, sino en lo que importa más al sujeto humano: en lo que no se ve, pero se entiende, y muestra el sentido del vivir.

EL PENSAMIENTO DÉBIL

El pensamiento contemporáneo, en general, con honrosas y no pocas excepciones, no se atreve a decir nada «en serio», nada que pueda y deba sostenerse con toda certeza y sin miedo alguno a errar. Se refugia en el consenso, en lo que se lleva, en lo que se tiene por «políticamente correcto». Y así, hasta dos y dos parece que pueden ser a la vez tres y medio o cinco; pero jamás cuatro, puesto que eso es lo que se dijo hace muchos siglos. Hoy debemos ser «creativos», es decir, creer en lo que nos plazca. Lo cual no deja de ser un fenomenal acto de fe en que «lo que place es bueno»; lo cual, a su vez, anda muy lejos de estar demostrado. Al menos a mí me placen majares que me perforarían el estómago sin remedio.

He simplificado un poco, es cierto, pero no tanto. La Encíclica Fides et ratio es un monumento de rara sabiduría, humana y divina, en nuestro siglo: en ella se razona con pensamiento vigoroso y fundamento sólido, sobre la razón y la fe. Cree en la razón y lo razona. Cree en lo que enseña la fe y lo razona también. No dice que los misterios sobrenaturales sean enteramente abarcables por el humano entendimiento, pero razona que la razón no debe tener miedo a sí misma ni al misterio. La razón no es la prostituta del diablo, sino un chispazo del entendimiento divino. La razón es un don de Dios que nos asemeja a Él, es una ventana abierta a verdades y bienes objetivos, a la realidad misma y, por eso, a la libertad verdadera. Lo que no es racional ni razonable es navegar en un mar de dudas sin certeza alguna en que agarrarse, o mejor dicho, rechazando todas las que hay a nuestro alcance —y son muchas— so pretexto de ser tan antiguas como el mundo.

MARAVILLAS DE LA RAZÓN

Una de las maravillas del ser humano es su capacidad para desvelar verdades que no se ven a simple vista. ¿Cómo no pasmarse ante el descubrimiento de la suma de los ángulos del triángulo, siempre igual a dos rectos, cualquiera que sea su forma y tamaño. Nadie lo diría, pero, trazando una paralela por un vértice al lado opuesto, la claridad es meridiana. Somos capaces de obtener a partir de verdades manifiestas, verdades ocultas. Llamamos «Lógica» a la ciencia que estudia las reglas que rigen el pensamiento correcto. Si las observamos, obtenemos conclusiones verdaderas; y si no, no.

La lógica —el dinamismo propio de la razón— ha hecho posible la ciencia y permite también hacer ciencia de verdades que parecen escurridizas o inaferrables, como las tocantes a la ética y a la religión. No toda verdad ha de obtenerse mediante un argumento lógico. Basta pensar en en la existencia del mundo y en la propia. Pero es cierto que sin lógica no es posible salir de robinsones o carboneros. En cambio, con la lógica racional se puede llegar a demostrar la existencia de Dios, la diferencia entre el bien y el mal y elaborar una ética también racional, apta para ser compartida —y comprendida en lo esencial— por todos los seres racionales, por todas las gentes dispuestas a pensar conforme a las reglas del argumento lógico.

DE LO VISIBLE A LO INVISIBLE

Del análisis técnico de uno de los cuadros del Museo del Prado, hasta de uno sólo de sus fragmentos, podemos deducir no sólo la existencia del lienzo, los pigmentos, los pinceles, etc., sino también la existencia de un tal Velázquez que vivió en el siglo XVII en la corte de Felipe IV. Un montón de verdades incuestionables podemos alcanzar a partir de cualquier cosa o evento. Podemos conocer causas invisibles a partir de efectos visibles; podemos conocer efectos invisibles a partir de causas visibles. Se reían de Pasteur porque afirmaba la existencia de microbios, entonces casi invisibles, tan pequeñitos que parecían, a eminentes científicos, inofensivos. Luego, los sesudos sabios tuvieron que dar la razón a Pasteur, porque la tenía.

Parafraseando a Shakespeare, hay mucho más en el mundo sensible de lo que sueña el empirista; y mucho más en la subjetividad de lo que sueña el subjetivista; y mucha más relatividad en la creación de lo que sueña el relativista: ¡todo es relativo! ¡Claro que sí! Pero relativo ¿a qué? Evidentemente al Absoluto, porque si no hubiera Absoluto no habría nada relativo. Para que haya movimiento se requiere lo inmóvil; para que haya tiempo, se requiere lo eterno. Y así. Y todo esto es razonable y se ha razonado durante siglos y siglos. ¿No somos capaces de imaginar el Absoluto, lo eterno y lo inmóvil? Pero, ¿esto justifica negarlo, cuando nos topamos de bruces con ello?

HAY MUCHO ESCRITO

¿Quién cree hoy que «sobre gustos no hay nada escrito»?. Todo el mundo replica a semejante estulticia: «Hay mucho escrito, lo que pasa es que tú no lo has leído». Pues lo mismo sucede con la divina revelación. Se dice: ¿es ininteligible, es irracional, es incomprensible...? Pero, ¿cuánto tiempo has dedicado a leer lo básico sobre el asunto? ¿Has leído los Evagelios no apócrifos? ¿Has investigado la historicidad de la resurrección de Jesucristo? ¿Y la fundación de la Iglesia? ¿Y los fundamentos de la autoridad de su Magisterio?.

—¡Ah, no; a mí me cansa o me aburre estudiar esas cosas!

—Con permiso: por eso, a la menor dificultad, te has quedado sin fe; si la tenías. La tenías como el carbonero avulense; y te has quedado sin brújula, sin Magisterio y sin sentido común.

La razón, cuando discurre por sus propios cauces, necesariamente se topa con el misterio; llega al umbral, se da cuenta de que hay mucho más de lo que ha soñado su filosofía. Y es humano y lógico esperar una respuesta. Si no logra descubrir el por qué del bien y del mal, del dolor, de la vida y de la muerte; si se para ahí, queda bloqueada y la confusión invade incluso las certezas que había adquirido desde su despertar. Pero lo que viene a decir Fides et ratio es que esa confusión, esa desesperación de hallar el sentido del vivir, puede resolverse; la razón puede ser salvada. Es más, positivamente, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». El hombre, al recibir y acoger la revelación divina, encuentra la respuesta que buscaba: una respuesta razonable que viene de lo trascendente, del Absoluto que, aun en un halo de misterio, se atisbaba.

HAY FRONTERA Y ESPACIO COMÚN

No hay enemistad entre razón y fe, al contrario: la fe confirma y presta a la razón la respuesta a sus preguntas más fundamentales y perentorias. No se confunden, hay una frontera entre razón y fe, pero también hay «un espacio donde se encuentran». Si la razón no se arredra, si no cede a la tentación del encapsulamiento, la fe en la divina revelación la fecunda con verdades nuevas, la sana, la eleva, la introduce en el ámbito de lo divino, la salva de la desesperación o, en su caso, de la frivolidad intelectual. Y la persona, lejos de disolverse en un «todo» a lo panteístico, se reafirma en su personalidad libre e irreductible; liberada en cierto sentido de las angosturas espacio temporales, puede ver —entre otras muchas cosas— la misma realidad ya conocida, con una nueva y maravillosa relatividad: la ordenación o referencia esencial de toda criatura al Creador, al eterno plan divino de salvación, el cual, a pesar del pecado del hombre, sigue realizando su designio invariable y no se detendrá hasta que el mal sea enteramente vencido y Dios –Verdad, Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor supremos— sea del todo manifiesto en todas las cosas.

LA FE A FAVOR DE LA RAZÓN

Fides et ratio es, por así decirlo, el funeral de la fe del carbonero; que pudo salvar a muchos en otros tiempos, pero no parece apta para hacerlo en el tercer milenio, al menos para los que gozan de una mediana capacidad intelectual y medios de formación. La fe ha de ser ilustrada, razonada, entendida o estará siempre bailando en una cuerda floja. La cantidad de información que llega al hombre, digamos, postmoderno, forma un caos tan enorme e imponente que no se puede esclarecer sin una formación sólidamente anclada en el conocimiento de las verdades fundamentales, las de sentido, que nos permitan discernir entre el bien y el mal; entre la verdad y la mentira; entre lo bello y lo zafio; entre la criatura y el Creador; entre lo lógico y lo sofísitico; entre el uso de la razón y los movimientos viscerales. Y para esto es menester estudiar tanto la razón como la fe, formarse.

Los cristianos de este siglo no tenemos más remedio que estudiar: «estudiar a Cristo». No vale saber mucho de ciencias humanas, desarrollar la inteligencia para el cálculo matemático o el master en marketing, sin desarrollar igualmente la capacidad que la razón tiene para conocer verdades de fondo, de peso, verdades que dilucidan el sentido del cálculo, del master y de la vida entera, su lugar en el cosmos, su destino trascendente. De ahí que sea locura de la peor especie, amputar la mente del niño en escuelas públicas o privadas ajenas a la enseñanza religiosa; o de los jóvenes en universidades donde se especializan en el conocimiento exhaustivo de una de las patas de la mosca, sin saber relacionarla con la mosca ni con el universo. Es la manera más eficaz de crear universitarios que saben mucho de un fragmento de un segmento de un sector de alguna cosa que, lógicamente, les ha de convertir en sectarios de la misma. Así, fácilmente resultarán hombres y mujeres sin fundamento racional para su existencia, sin religión, sin identidad, sujetos a la más engañosa de las modas, la intelectual.

Que la fe del carbonero descanse en paz.

Autor: Antonio Orozco extraído de Arvo.net

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