miércoles, 30 de enero de 2013

EL TRIUNFO



“Cuando entran los monarcas a tomar posesión de su reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que, o se quitan del todo las puertas, o pasan por encima de ellas. Por eso, así como los Ángeles, cuando entró Jesucristo decían (S.23,7): Abrid príncipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria; así, ahora que María va a tomar posesión del Reino de los cielos, los Ángeles que la acompañan claman a los que están adentro: Abrid, príncipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternas, y entrará la Reina de los gloria.

Ved que ya entra María en la patria bienaventurada. Mas al entrar y verla tan hermosa y gloriosa, los espíritus celestiales preguntan a los que vienen de fuera, como contempla Orígenes (Cant.8,5): “¿Quién es esta criatura tan bella, que viene del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos, mas Ella viene tan pura y tan rica de virtudes, apoyada en su amado Señor, que se digna acompañarla Él mismo con tanto honor?” “Quién es?”. Y los Ángeles que la acompañan responden: {Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres, la llena de gracia, la santa de los santos, la predilecta de Dios, la inmaculada, la paloma, la más bella de todas las criaturas.” Entonces, todos aquellos espíritus bienaventurados, comenzaron a bendecirla y alabarla, cantando, mejor que los hebreos a Judit (15,10): “Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú el honor de nuestro pueblo, Señora y Reina nuestra, Vos sois la gloria del cielo, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros. Sed por siempre bienvenida, sed por siempre bendita. Éste es vuestro reino, y todos nosotros somos vasallos vuestros prontos a cumplir vuestras órdenes”

Luego se acercaron a darle la bienvenida y saludarla como a su Reina todos los santos que hasta entonces estaban en el cielo. Llegaron todas las santas vírgenes y dijeron: “Santísima Señora,…Vos sois nuestra Reina porque fuisteis la primera en consagrar a Dios vuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y damos gracias.” Llegaron también los mártires a saludarla como a su Reina, porque con su gran constancia en los dolores de la Pasión de su Hijo, les había enseñado e impetrado con sus méritos la fortaleza para dar la vida por la fe. Llegó Santiago el Mayor, el único de los Apóstoles que hasta entonces había subido al cielo, y en nombre de todos los Apóstoles le dio gracias por todo el consuelo y la asistencia que les había prestado durante su permanencia en la tierra. Llegaron luego a saludarla los Profetas, y le decían: “Vos, Señora, sois la que vislumbramos en nuestras profecías.” Llegaron los santos Patriarcas y le decían: “Vos, María, fuisteis nuestra esperanza, y por tantos siglos tan suspirada.” Y entre éstos llegaron con mayor afecto a darle gracias nuestros primeros padres Adán y Eva, y le decían: “Hija predilecta, Tú has reparado el daño que nosotros hicimos al género humano. Tú devolviste al mundo la bendición perdida por nuestra culpa, por Ti somos salvos; ¡Seas por siempre Bendita!”

Llegó después a besarle los pies San Simeón, y le recordó con júbilo el día en que recibió de sus manos a Jesús niño. Llegaron San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias por aquella amorosa visita que con tanta humildad y caridad les hizo en si casa, y por la cual recibieron tantos tesoros de gracias. Con mayor afecto llegó San Juan Bautista, a darle las gracias por haberlo santificado por medio de su voz. ó San Juan Bautista, a darle las gracias por haberlo santificado por medio de su voz. Y ¿Qué le dirían cuando llegaron a saludarla sus queridos padres San Joaquín y Santa Ana? ¡Oh Dios! Con cuánta ternura la debieron bendecir diciendo: “Hija amada ¿y qué dicha la nuestra la de tener una hija como Tú! Ahora eres nuestra Reina, porque eres la Madre de nuestro Dios; por tal te saludamos y te veneramos.”

Más, ¿Quién puede comprender el afecto con que llegó a saludarla su querido esposo San José? ¿Quién podrá explicar la alegría que sintió el Santo Patriarca al ver a su esposa entrar en el cielo con tanto triunfo y ser proclamada Reina de todos los cielos?¡Con cuanta ternura le debió decir!: “Señora y esposa mía, ¿Cuándo podré yo agradecer lo que debo a nuestro Dios por haberme hecho esposo vuestro, que sois su verdadera Madre? Por Vos merecí en la tierra asistir en su infancia al Verbo encarnado, tenerle tantas veces en mis brazos y recibir de Él tantas gracias especiales. ¡Benditos sean los momentos que empleé en la vida en servir a Jesús y a Vos, mi santa esposa! …

Por fin, todos los Ángeles llegaron a saludarla, y Ella, la gran Reina, a todos dio las gracias por la asistencia que le habían prestado en la tierra; singularmente a San Gabriel Arcángel, feliz embajador de todas sus dichas, cuando bajó a darle la nueva de que era elegida para Madre de Dios.

Luego, arrodillada la humilde y Santa Virgen, adoró a la divina Majestad, y toda abismada en el conocimiento de su nada, dio gracias por todos los dones que su bondad le había concedido, y especialmente, por haberla hecho Madre del Verbo Eterno. No hay quien pueda comprender con cuánto amor la bendijo la Santísima Trinidad; qué acogida hizo el Padre a su Hija, el Hijo a su Madre, el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la coronó, comunicándole su poder, el Hijo la Sabiduría; el Espíritu Santo el Amor. Y todas las tres Personas, colocando su trono a la diestra de Jesús, la proclamaron Reina universal del cielo y de la tierra, y mandaron a los Ángeles y a todas las criaturas que la reconocieran como su Reina, y como a tal la obedecieran y sirvieran.”

Autor: San Alfonso María de Ligorio





Virgen Santísima Inmaculada y Madre mía María, a Vos, que sois la Madre de mi Señor, la Reina del mundo, la abogada, la esperanza, el refugio de los pecadores, acudo en este día yo, que soy el más miserable de todos. Os venero, ¡oh gran Reina!, y os doy las gracias por todos los favores que hasta ahora me habéis hecho, especialmente por haberme librado del infierno, que tantas veces he merecido. Os amo, Señora amabilísima, y por el amor que os tengo prometo serviros siempre y hacer cuanto pueda para que también seáis amada de los demás. Pongo en vuestras manos toda mi esperanza, toda mi salvación; admitidme por siervo vuestro, y acogedme bajo vuestro manto, Vos, ¡oh Madre de misericordia! Y ya que sois tan poderosa ante Dios, libradme de todas las tentaciones o bien alcanzadme fuerzas para vencerlas hasta la muerte. Os pido un verdadero amor a Jesucristo. Espero de vos tener una buena muerte; Madre mía, por el amor que tenéis a Dios os ruego que siempre me ayudéis, pero más en el último instante de mi vida. No me dejéis hasta que me veáis salvo en el cielo para bendeciros y cantar vuestras misericordias por toda la eternidad. Así lo espero. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario