lunes, 11 de marzo de 2013

Me llamaste




Tú, Señor, me sacaste de los lomos de mi padre; tú me formaste en el vientre de mi madre; tú me diste a luz niño y desnudo, puesto que las leyes de la naturaleza siguen tu mandatos.

Con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi existencia, no por voluntad de varón, ni por deseo carnal, sino por una gracia tuya inefable. Previniste mi nacimiento con un cuidado superior al de las leyes naturales; pues me sacaste a la luz adoptándome como hijo tuyo y me contaste entre los hijos de tu Iglesia santa e inmaculada.

Me alimentaste con la leche espiritual de tus divinas enseñanzas. Me nutriste con el vigoroso alimento del cuerpo de Cristo, nuestro Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, o sea, con su sangre vivificante, que él derramó por la salvación de todo el mundo.

Porque tú, Señor, nos has amado y has entregado a tu único y amado Hijo para nuestra redención, que él aceptó voluntariamente, sin repugnancia; más aún, puesto que él mismo se ofreció, fue destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios, se hizo hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose obediente a ti, Dios, su Padre, hasta la muerte, y una muerte de cruz.

Así, pues, oh Cristo, Dios mío, te humillaste para cargarme sobre tus hombros, como oveja perdida, y me apacentaste en verdes pastos; me has alimentado con las aguas de la verdadera doctrina por mediación de tus pastores, a los que tú mismo alimentas para que alimenten a su vez a tu grey elegida y excelsa.

Por la imposición de manos del obispo, me llamaste para servir a tus hijos. Ignoro por qué razón me elegiste; tú solo lo sabes.

Pero tú, Señor, aligera la pesada carga de mis pecados, con los que gravemente te ofendí; purifica mi corazón y mi mente. Condúceme por el camino recto, tú que eres una lámpara que alumbra.

Pon tus palabras en mis labios; dame un lenguaje claro y fácil, mediante la lengua de fuego de tu Espíritu, para que tu presencia siempre vigile.

Apaciéntame, Señor, y apacienta tú conmigo, para que mi corazón no se desvíe a derecha ni izquierda, sino que tu Espíritu bueno me conduzca por el camino recto y mis obras se realicen según tu voluntad hasta el último momento.

Y tú, cima preclara de la más íntegra pureza, excelente congregación de la Iglesia, que esperas la ayuda de Dios, tú, en quien Dios descansa, recibe de nuestras manos la doctrina inmune de todo error, tal como nos la transmitieron nuestros Padres, y con la cual se fortalece la Iglesia.

Autor: San Juan Damasceno, De la Declaración de fe Cap. 1: PG 95, 417-419





ORACIÓN DE SAN JUAN DAMASCENO

Estoy ante las puertas de tu Templo, y aún no puedo alejar de mí los malos pensamientos.

Más Tú oh Cristo, Dios que justificaste al publicano y Te apiadaste de la mujer cananea, y abriste las puertas del Paraíso al malhechor.

Ábreme los tesoros de tu Amor, acógeme a mí que vengo hacia Ti y te toco, como aceptaste a la ramera y a la mujer enferma del flujo de sangre.

Pues una ha tocado tan sólo la orla de tu manto, sanó inmediatamente, y la otra abrazando tus purísimos pies, obtuvo la remisión de sus pecados.

En cambio yo, desgraciado me atrevo de ingerir todo Tu cuerpo; que no resulte quemado.

Acéptame, como a aquellas, e irradia los sentidos de mi alma, quemando mis culpas pecadores, por las plegarias de Aquella que Te dio a luz sin semen, y de los Poderes Celestiales.
Porque Tú eres Bendito en los siglos de los siglos. Amén.

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