Podrás
pensar que mi vida ha sido fácil y aquí estoy, sin trabajo, a mis cincuenta
años, luchando cada día por llevar el pan a la casa.
Curiosamente,
vivo tranquilo. Ilusionado. Agradecido con Dios por el don de la vida, por los
hijos, la familia, pidiendo como un mendigo la “gracia”.
Anoche pensé
en los porqués de la vida, y recordé las palabras de san Alberto Hurtado, aquél
sacerdote chileno que veía a Cristo en los pobres y clamaba emocionado: “El
pobre es Cristo”.
“¿Para qué
está el hombre en este mundo? El hombre está en el mundo porque alguien lo amó:
Dios. El hombre está en el mundo para amar y ser amado”.
He pasado
largo rato en oración. Ha sido un hablar maravilloso con Dios, en medio de la
noche y el silencio.
A medida que
pasaba el tiempo comprendí que soy como una jarra astillada, esperando al
alfarero que la repare. Me di cuenta de mi poca fe.
Para ser
verdaderamente feliz, debo aprender a confiar en las promesas de Dios:
“No se
inquieten entonces, diciendo: "¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué
nos vestiremos?". Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El
Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero
el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt
6-31,33).
Quiero
aprender el amor. Salir cada mañana de mi casa, amando a mis semejantes. Tener
caridad. Llevar a Dios a mis hermanos, los que viven solos, los que sufren, los
que no han sentido el abrazo de un amigo.
Las horas
pasaron y todo fue silencio, hasta la madrugada. De pronto, súbitamente,
comprendí: Era verdad lo que decía santa Teresa: “Sólo Dios basta”. No
necesitas más.
Me invadió
una esperanza tan grande. Una paz sobrenatural. Una alegría inmensa.
¿Será la
presencia de Dios?
Fue como si
una flama incendiara mi corazón, surgió una necesidad de amar y de golpe me di
cuenta: “El camino, es el amor”. “El sentido de la vida, es el amor”.
Esa llama,
que todos guardamos, hay que avivarla, usarla para incendiar este mundo
cansado, con el fuego y el amor de Dios.
Al amanecer,
dejé atrás la incertidumbre y el temor y empiezo de nuevo a caminar. Esta vez
más seguro, más confiado, porque sé que no estamos solos.
“En el atardecer, danos tu luz, Señor.” Estamos en el
atardecer. Estoy en los sesenta-y-seis años de mi vida que es un don magnífico
del Padre celestial. Las dos terceras partes de mis contemporáneos han pasado
ya a la otra vida. Así que yo también me tengo que preparar para el gran
momento. El pensamiento de la muerte no me produce inquietud... Mi salud es
excelente y todavía robusta, pero no me tengo que fiar. Me quiero preparar a
poder responder: “Aquí estoy”, a la llamada, tal vez inesperada. La vejez –que
es otro gran don del Señor- tiene que ser para mí motivo de callada alegría
interior y de abandono diario al Señor mismo, al que me dirijo como un niño
hacia los brazos abiertos de su padre.
Mi ya larga y
humilde vida se ha ido devanando como una madeja bajo el signo de la
simplicidad y de la pureza. No me cuesta nada reconocer y repetir que no soy
más ni valgo más que un pobre pordiosero. El Señor me hizo nacer en el seno de
una familia pobre. El ha pensado en todo. Yo le he dejado hacer... Es verdad
que “la voluntad de Dios es mi paz.” Y mi esperanza está puesta totalmente en
la misericordia de Jesús...
Pienso que el
Señor me tiene reservado, para mi completa mortificación y purificación, para
admitirme en su gozo eterno, alguna gran aflicción o pena, del cuerpo y del
espíritu antes de que me muera. Bien, pues, lo acepto de todo corazón, que
sirva todo para su mayor gloria y el bien de mi alma y de mis queridos hijos
espirituales. Temo la debilidad de mi resistencia y le pido que me ayude ya que
no tengo casi ninguna confianza en mí mismo, pero una total confianza en el
Señor Jesús.
Hay dos puertas
que dan al paraíso: la inocencia y la penitencia. ¿Quién puede pretender, oh
hombre frágil, encontrar la primera abierta de par en par? Pero la segunda es
acceso seguro. Jesús pasó por ella con su cruz cargado, expiando nuestros
pecados. El nos invita a seguirlo.
Beato Juan XXIII (1881-1963), papa. Diario del alma, junio
1957( antes de su elección al Papado)
Fray Jacinto era otro cuando llegaba una tormenta y llovía a
cántaros. Su corazón se expandía como esponja. Daba una y otra vez gracias a
Dios al contemplar sin cansarse cómo las gotas rebotaban en tejados y terrazas,
cómo bajaban alegre por cañerías y caminos, cómo dejaban empapados campos y
ventanas.
Fray Bernardo, en cambio, amaba intensamente los días de
Sol. Su corazón se abría con una sonrisa inmensa cuando contemplaba el cambio
de colores del cielo por la mañana, mientras se levanta aquella estrella que
calienta los campos, que hace cantar a los jilgueros y a los mirlos, que da un
color vivo a las flores y los árboles. Desde lo más profundo de su alma
agradecía a Dios por cada jornada llena de luz y de alegría.
Era frecuente que fray Jacinto sintiese cierta pena cuando
la lluvia tardaba en llegar. Rezaba una y otra vez para que el cielo abriese
sus compuertas y las aguas llegasen nuevamente a fecundar la tierra.
También era habitual que fray Bernardo sintiese una cierta
congoja y opresión interior cuando un día sí y otro también el cielo parecía de
plomo y el Sol permanecía secuestrado entre nubes amenazadoras.
Cuando hablaban entre sí, se hacía patente las perspectivas
tan diferentes que tenían fray Jacinto y fray Bernardo. Incluso a veces, medio
en broma y no tan en broma, fray Jacinto reprochaba a fray Bernardo el que la
lluvia se hiciera esperar, o fray Bernardo encaraba a fray Jacinto por rezar
tanto por la lluvia y porque era “muy escuchado” por el Padre de los cielos.
Un buen día, los dos se dieron cuenta de que lluvia o Sol,
agua o calor, vientos o bonanza, todo procedía de Dios.
Era Dios quien establecía cuándo y cómo llegaba el “buen
tiempo” o empezaban las lluvias. Era Dios el que ponía un límite a las aguas y
el que adornaba las nubes con un arco iris presagio de paz y de luminosidad. Era
Dios el que permitía días o semanas de prueba, cuando la sequía dejaba campos y
bosques en angustias, o cuando las lluvias torrenciales desbordaban ríos y
provocaban avalanchas de barro en las colinas.
Así, sencillamente, los dos frailes aprendieron que un gusto
personal no puede condicionar el querer divino, y que Dios sabe lo que es mejor
en cada momento para sus hijos, aunque no siempre los hombres lo comprendamos
ni lo que ocurre encaje con nuestros deseos.
Desde entonces, su oración no era pedir una y otra vez la
deseada lluvia (fray Jacinto), o suplicar que las nubes huyeran lejos para
dejar al Sol el cielo abierto (fray Bernardo). Empezaron a pedirle al Señor
que, si era su Voluntad, bendijese y acompañase a sus creaturas, hombres y
jazmines, liebres y alcornoques, con su Bondad infinita y misteriosa. Esa
Bondad sabe darnos siempre lo que más nos conviene, aunque no siempre sea lo
que deseamos. Si, además, Dios hace que alternan días de lluvia y días de sol,
pues los dos contentos y agradecidos...
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
El
peso de la cruz, que Cristo ha cargado, es la corrupción de la naturaleza
humana con todas sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales la
castigada humanidad está abatida. Sustraer del mundo esa carga, ése es el sentido
del vía crucis. No se trata, pues, de un recuerdo simplemente piadoso de los
sufrimientos del Señor cuando alguien desea el sufrimiento. La expiación
voluntaria es lo que nos une más profundamente y de un modo real y auténtico
con el Señor. Y ésa nace de una unión ya existente con Cristo. Pues la
naturaleza humana huya del sufrimiento… Sólo puede aspirar a la expiación quien
tiene abiertos los ojos del espíritu al sentido sobrenatural de los
acontecimientos del mundo; esto resulta posible sólo en los hombres en los que habita
el Espíritu de Cristo…
Ayudar a Cristo a llevar la cruz proporciona una
alegría fuerte y pura… De ahí que la preferencia por el camino de la cruz no
signifique ninguna repugnancia ante el hecho de que el Viernes Santo ya haya
pasado y la obra de redención haya sido consumada. Solamente los redimidos, los
hijos de la gracia, pueden ser portadores de la cruz de Cristo. El sufrimiento
humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza
divina.
Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la
tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra, y con todo reinar
con Cristo a la derecha del Padre; reir y llorar con los hijos de este mundo, y
con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: ésta
es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba de la eternidad.
Santa Teresa
Benedicta de la Cruz [Édith Stein] (1891-1942), carmelita, mártir, copatrona de
Europa. “El amor a la Cruz” meditación del 24/11/1934
La persona que vive la virtud de la Prudencia se distingue
porque en su trabajo
y en sus relaciones con los demás, recoge una información
que enjuicia interiormente de acuerdo con los criterios rectos y verdaderos.
Luego, analiza las consecuencias buenas o malas para sí misma y para los demás.
Por último, antes de tomar una decisión, actúa o deja de actuar, de acuerdo con
aquello que haya decidido.
La virtud de la Prudencia nos permite reflexionar
adecuadamente antes de tomar cualquier decisión. Para decidir, es necesario
reflexionar con calma para ver lo bueno o lo malo de esa decisión. Se trata de
analizar las consecuencias. La virtud de la prudencia es la que nos educa para
reflexionar bien y así, decidir bien.
Bien dicen que la Prudencia es la "madre de todas las
virtudes". Sin una buena reflexión no habrá buenas decisiones. Si se reflexiona
con superficialidad o equivocadamente, nada realmente de provecho se logrará en
la vida.
Si no se reflexiona bien, el pecado entrará en tu vida, pues
decidirás libremente seguirlo ya que no descubres la maldad que hay detrás de
él. Quedarás engañado y esclavizado.
La prudencia de los padres.
La vida de los padres no es fácil. Hay muchas
preocupaciones, actividades y dificultades que no nos permiten reflexionar con
calma ante las decisiones que hemos de tomar respecto a nuestros hijos.
Generalmente, vamos decidiendo según sean las circunstancias que nos rodean y
muchas veces no tomamos las mejores y oportunas decisiones.
Posiblemente los padres no tomen decisiones muy importantes
con sus hijos, pero sí toman pequeñas decisiones continuamente. Desde que los
hijos se levantan, deciden "mil y una" cosas pequeñas: qué se han de
vestir, qué han de desayunar, cómo arreglarlos, a qué hora salir para la
escuela, como corregirlos inmediatamente cuando desobedecen o se portan mal,…
Son ocasiones que requieren la intervención de los papás.
Pero, ¿saben los padres realmente qué quieren de sus hijos?
¿Conocen las consecuencias que tendrá tratarlos con dureza o demasiada
exigencia? ¿Saben realmente qué es lo mejor para ellos, lo que les ayudará a
ser personas maduras?
Cuando un padre desarrolla la virtud de la Prudencia, se
informa sobre aquellos detalles que realmente han de ser útiles para la
educación de sus hijos.
Distinguir entre qué es lo importante y lo que no.
Por ejemplo, si tu hijo se ha esforzado realmente por hacer
sus deberes de la escuela, con tenacidad y dedicación, pero en el exámen se
pone nervioso y lo hace mal. ¿Qué es lo más importante? ¿Haber sacado un ocho o
haberse esforzado aunque no haya sacado diez? ¿Acaso te preocupas más por las
cosas que no son importantes?
Los enemigos de la Prudencia
La precipitación:
Es decir, cuando se decide sin reflexionar, por las prisas o
los agobios.
¡Detente en el camino! Observa bien el mapa. Aprende a
distinguir por dónde has de avanzar. Si no lo piensas, te precipitarás y
tomarás decisiones imprudentes.
La debilidad de voluntad:
Cuando un padre de familia es débil de voluntad y se deja
llevar por sus estados de ánimo, enojos e impaciencias, no podrá reflexionar
bien antes de tomar las decisiones que se requieran. La falta de dominio
personal lleva a tomar decisiones imprudentes.
Las pasiones:
Si por un lado la debilidad de voluntad nos hace ser
imprudentes, las pasiones son el otro enemigo que entra en juego. Si no sé cómo
dominar esas pasiones, ellas me cegarán al tomar las decisiones. Nunca tomes
una decisión cuando estés bajo el dominio de una pasión.
¿Qué se necesita para ser prudente?
Reflexiona: Esfuérzate por pensar bien sobre lo que vas a
hacer. Analiza las consecuencias, responsabilízate de ellas, valora diferentes
opciones. No decidas lo primero que se te viene a la cabeza.
Posee valores: Para ser verdaderamente prudente, tenemos que
tener nuestros valores muy bien establecidos, como vimos en sesiones pasadas.
Si para mí no es un valor decir la verdad, ¿cómo seré prudente cuando me vea
tentado a mentir?
Conoce criterios rectos y verdaderos: Si soy cristiano, he
de conocer los criterios que Jesucristo quiere que yo viva en mi vida, para que
las decisiones que tome sean conforme a ellos. Por ejemplo, si no conozco ni
aprecio los mandamientos de la Ley de Dios, ¿cómo he de decidir ante las
circunstancias de la vida? ¿Cómo sabré si el divorcio, el adulterio o el aborto
son buenos o malos, si no conozco lo que Dios piensa de ellos? ¿Cómo podré ser
honrado,
honesto, veraz si desconozco los criterios del Señor sobre
ellos?
Acrecienta tu fuerza de voluntad: Sucederá que conoces qué
valores son los que te acercan a Dios, los criterios que el mismo Dios te da,
pero, ¿cómo decidir conforme a ellos si tienes una voluntad débil que se deja
vencer por las tentaciones? ¿Cómo vas a decidir luchar en contra del pecado si
tu voluntad es de papel? Y cuando las pasiones te ataquen, ¿cómo guardarás la
serenidad para reflexionar si tu voluntad es débil?
Capacidades hay que desarrollar en nuestros hijos para que
sean prudentes
- Que sepan observar bien: quien se detiene a observar,
podrá reconocer lo bueno y lo malo.
- Que sepan distinguir entre lo que sucedió y lo que dice la
gente que sucedió.
- Que sepan distinguir entre lo que es importante y lo que
no lo es.
- Que sepan buscar bien la información que les permitirá
decidir bien.
- Que sepan analizar lo que se les dice. Que no repitan de
memoria las cosas, sino que las entiendan.
- Que sepan analizar las consecuencias de algo que van a
decidir.
- Que sepan dominar sus enojos para que vean con serenidad
la realidad.
Si los padres de familia ayudan a sus hijos a que
reflexionen constantemente sobre lo que hacen y las consecuencias que traerán
sus decisiones, poco a poco se irán acostumbrando a reflexionar y a ser
prudentes.
En la Biblia, en (San Lucas 11, 38-42) verás a Marta y a
María, dos amigas de Jesús. Él las visita y María escucha la palabra del Señor.
Marta, en cambio, prefiere hacer los quehaceres de la casa. Jesús le dice:
"Marta, Marta, tú te inquietas y te preocupas por muchas cosas. En
realidad, una sola es necesaria. María escogió la parte mejor, que no le será
quitada".
Al principio
encontramos a Adán y Eva en el jardín con Dios. Cuando Cristo resucitó, se
apareció a María Magdalena también en el jardín (Jn 20,11) Ese jardín es hoy
nuestro corazón. Con el bautismo, Dios ha hecho de nuestro corazón un jardín
donde quiere pasarlo bien con cada uno de sus hijos, en una relación íntima y
familiar, como lo hacía con Adán mientras paseaba con él en el jardín del Edén
tomando la brisa de la tarde.
Dios está dentro, pero los espacios físicos para
el encuentro con Dios importan; pueden ayudar o estorbar. Dios quiso que lo percibiéramos
con los sentidos. Dios se ha hecho visible: "Lo que ha sido desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo
que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos..." (1 Jn 1,1)
Las cosas de Dios deben irradiar la luz de la
belleza divina. Son camino para conocerle a Él y medio para despertar o avivar
el deseo del encuentro. De allí la importancia del sentido estético en las
capillas.
Estábamos construyendo una ermita dedicada al
Sagrado Corazón en un centro misionero y de espiritualidad que tenemos en
Chilapa, en el Pico de Orizaba, México. Gracias a Dios ya la terminamos.
Desde que comencé a misionar en aquel lugar, quedé
sorprendido por su belleza: la belleza de la gente y de los paisajes. Me daba
la impresión de que era la belleza de Dios derramada sobre el mundo. Las cosas
bellas nos transportan hasta la belleza de Dios, nos hablan de Él
Darse el tiempo para gustar la belleza de la
creación es darle al Espíritu la oportunidad de que haga brotar en nosotros una
oración como la de San Agustín:
"¡Tarde te amé, Belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú
estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba
buscando. Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas
conmigo pero yo no estaba contigo... Pero tú me llamaste, y más tarde me
gritaste, hasta romper finalmente mi sordera." (S.
Agustín, Confesiones
Alguien me preguntó: ¿De qué sirve hacer una ermita? Es como preguntar: ¿De qué
sirve rezar?
En la relación con Dios, la gratuidad es
determinante. Él no se preguntó eso cuando nos hizo. No puedo explicarlo mejor
que Javier Sánchez (Sevilla), en su artículo: "Lo bello y lo inútil de la
liturgia". Cito algunos párrafos:
"Nada más destructivo que preguntar: "¿para qué sirve?", en vez
de admirar la cosa en sí misma, en su bondad y belleza intrínsecas. Es la
pregunta de la sociedad utilitarista. En el caótico mundo de la producción y la
eficacia, ¿cabe aún lo inútil? ¿Para qué sirven las rosas? Para nada... pero
¿sería mundo de personas un mundo sin rosas? ¿Para qué sirven las plantas, el
lirio y la margarita.... el abrazo fraterno, el regalo navideño, la llamada
telefónica...? Para nada.... sin embargo, ¿sería habitable nuestro mundo sin
una bocanada de natural gratuidad, que nos invita a recrearnos olvidándonos de
la agitada producción?"
El "hacer" no es el criterio del "valer". Mirar las cosas
con los ojos del pragmatismo es igual que cerrar los ojos ante el multiforme
espectáculo de la belleza de la vida, de la creación, de la persona. Y el que
cierra los ojos no penetra sólo en su egoísta función: todo lo mide, lo
cuantifica, lo pesa, ¿cabe por algún sitio lo gratuito?
"Lo bello vale tanto como lo útil. Tal vez aún más".
La estética humaniza y eleva al hombre, le hace salir de sí mismo y entrar en
la belleza, permitiéndole el acceso a unas realidades superiores donde el
espíritu humano penetra con respeto y, a la vez, se enriquece. Aquí las ideas
se disparan y multiplican, y, al verse impotentes en su descripción, enmudecen,
dejando paso al asombro, a la admiración, al silencio contemplativo. Y también
aquí los sentimientos empiezan a surgir, sin orden ni concierto, en maravillosa
sinfonía, como tormenta torrencial que deja la tierra humedecida.
En el mundo de la naturaleza todo es gratuito. Nada ha sido producido por el
hombre. Si este deja de tomar las cosas por su eficacia y productividad, y las
mira por lo que son, no por lo que valen, las maravillas de la naturaleza se
tornarán en fuente de belleza y primer ejemplo de gratuidad: todo le ha sido
dado al hombre.
La gratuidad es indispensable en el amor; también
en el amor a Dios. Gratuidad es generosidad, es dar sin necesidad, sin tener
que hacerlo, simplemente por amor. Dios ha sido magnánimo con nosotros, se nos
ha dado en sobreabundancia, sin ningún mérito por parte nuestra. El estilo de
amor de Dios con nosotros es una continua invitación a que nosotros le tratemos
a Él con la misma generosidad con que Él nos trata.
Y quisiera citar otro texto que habla del mismo
tema desde otro punto de vista. Para mí es una invitación a orar más, a
contemplar más a Dios, a darme más tiempo y tiempo de más calidad para estar
con Él simplemente "porque sí" y luego dejar que Dios se manifieste.
"La obra de la cultura es, en efecto, revelación. Ella intenta, aunque el
artesano no pueda tener conciencia del Espíritu que le ilumina, manifestar la
Gloria de Dios oculta y cautiva en la creación. En la vasija que modela, en los
hijos que despierta a su libertad o en el poema que crea, el hombre que cultiva
la creación trata de revelar el significado de una inmensa sinfonía donde él
es, a la vez, instrumento insustituible y testigo maravillado. Busca el Rostro
amado que lo llama desde las profundidades de su ser" (...)
"Para que nuestra mirada libere toda la Belleza escondida en todos los
seres, necesita antes ser bañada de luz, en Aquel cuya mirada derrama la
Belleza. Para que nuestra palabra pueda expresar la sinfonía del Verbo, debe
primero fundirse en el silencio y en la armonía. Para que nuestras manos
modelen el icono de la creación, antes tenemos que dejarnos hacer por Aquel que
une nuestra Carne al esplendor del Padre". (Jean
Corbon)
Autor: P
Evaristo Sada LC | Fuente: www.la-oracion.com
El
microscopio permanece en silencio. Sus poderes quedan en potencia mientras
espera que algún ojo y, sobre todo, alguna mente, se asome a sus cristales de
aumento. Espera que alguien lo use, que lo tome, que observe horizontes
insospechados de vida y de materia, que piense, que estudie y que decida.
Son más las cosas ante las que el microscopio
calla que las que pueda hacer visibles. Calla ante los valores, pues no es
capaz de distinguir entre un experimento hecho para curar y otro hecho para
matar. Calla ante la verdad, pues hay quienes mienten a la hora de interpretar
lo que han visto a través de las lentes. Calla ante la justicia: un
descubrimiento puede servir para beneficiar a los pobres o para hacer más ricos
y más egoístas a los poderosos.
Calla el microscopio ante la dignidad del ser
humano. Al ver a un embrión no puede decirnos si es algo para “usar y tirar” o
si merece el respeto propio de una dignidad superior. Aunque no se “vea”, todo
ser humano (también el que ha iniciado una vida “microscópica”) tiene un valor
incalculable, un valor que sólo ven los corazones grandes y las mentes que
razonan según la verdad y no según el sofisma o los intereses del momento.
Son muchos los silencios del microscopio. No nos
revelará el porqué de la vida, sino sólo detalles o fragmentos del cómo. No nos
dirá si la muerte es la frontera definitiva, o si existe una vida más allá de
las estrellas. No nos desvelará si tenemos un alma espiritual (el espíritu es
invisible), o si somos sólo un caótico y complejo conjunto de energía, enzimas
y reacciones hormonales. No nos explicará si vale la pena ser fieles al
matrimonio o jugar con el amor, si los hijos merecen respeto o serán aceptados
sólo según los proyectos o caprichos de los mayores, si la esclavitud es una
injusticia o es sólo la señal de que los más fuertes se imponen siempre sobre
los más débiles.
Guarda silencio el microscopio. En su esquina
espera que unos ojos se asomen nuevamente; que unas manos le den vueltas y
vueltas; que un corazón desee servir al mundo, descubrir una medicina, curar a
enfermos. Quizá haya quien lo use para el mal, quien destruya embriones con la
excusa de que así conquistará nuevas fronteras para la ciencia, quien estudie
maneras para fabricar explosivos capaces de matar a miles de personas.
Son muchos los silencios del microscopio. Con su
ayuda, a veces imprescindible, otros hablan. Las palabras de muchos científicos
reflejan mentes y corazones distintos: grandeza de espíritu o egoísmo
prepotente. El microscopio es, simplemente, un instrumento puesto entre manos
humanas. Manos que llenarán el mundo de nuevas injusticias, o manos que
sembrarán esperanzas, amor, respeto, y justicia verdadera.
La oración es entrar en la presencia de Jesús y dejar que Él
se descalce para entrar en nuestro corazón. Acercarse a él por medio de nuestro
corazón humano, con actos de fe, esperanza y caridad. Con la humildad de quien
se sabe necesitado y deseoso de ser perdonado, levantado y restaurado en su
dignidad original.
«Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la
casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora
pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un
frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó
a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza
se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Y volviéndose hacia
la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua
para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha
secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha
dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis
pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados,
porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra».
Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Los comensales empezaron a
decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?» Pero él dijo a
la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». (Lc 7,36-38; 44;-50)
La fe me pone a sus pies en adoración
Esta mujer pecadora había escuchado hablar a Jesús y sus
palabras llegaron profundamente a su corazón. Buscaba la oportunidad de tener
un encuentro con Él. En su corazón daba vueltas a lo que le diría, cómo
justificaría su presencia, qué le pediría…. Un día, aprovechó que el Señor iría
a comer con un fariseo para presentarse ante Él.
Cargaba a cuestas muchos pecados y la soledad era su única
compañera. Abandonada, señalada por todos, indigna se acercó en silencio hasta
ponerse detrás de Jesús, sentada a su sus pies.
El primer paso para entrar en la oración y ponernos a los
pies de Jesús es “escuchar”. Escuchar quizás hablar de Él, interesarse, dejarse
interpelar por su nombre y avanzar hacia Aquél que siempre está “pasando” a
nuestro lado. Descubrir tantas invitaciones que nos hace cada día. Así, poco a
poco, ante su presencia real y amorosa, no tendremos miedo de acercarnos como
somos. Cargando nuestra historia, nuestros pecados, miserias, pero también y
sobre todo, nuestras esperanzas, deseos, anhelos de auténtica felicidad, paz y
amor.
Tener fe en el Maestro es hacer silencio a nuestro
alrededor, a lo que otros dicen, piensan, incluso a lo que yo mismo pienso o
digo de mí. Es presentarme a quien me conoce mejor de lo que yo me conozco para
que Él me diga quién soy yo, y qué tengo que hacer con mi vida. Es dejar que
sus pies caminen por mi alma, que el Camino se haga peregrino en mi corazón,
que sea viajero en mi interior, Pastor de mis esperanzas, temores, deseos,
heridas.
A los pies de Jesús esta mujer se siente libre porque se
siente respetada, protegida y querida. Jesús la mira y se deja amar. Qué
hermosa definición de lo que es nuestro encuentro con Cristo. Ser mirados y
dejarnos amar por Él, dejarnos “hacer” de nuevo, ser creados por su amor,
modelados, acariciados, renovados en esa imagen que Él tiene de nosotros en su
corazón.
La esperanza riega sus pies con mis lágrimas
Su mirada esta fija en los pies de Jesús. No se atreve de
momento a levantar sus ojos, quiere comenzar esta obra de conversión con un
gesto humilde, de servicio, de cariño. Los pies de Jesús están llenos del polvo
del camino. Un polvo que es una imagen de las historias de hombres y mujeres de
su época que ha conocido, visitado y redimido. Es el polvo del hombre que se
pega en los pies del peregrino por excelencia. ¡Benditos pies! «Qué hermosos
son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas
nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios!» (Is 52,7)
Los ojos se llenan de lágrimas que son como perlas que se
ofrecen al Rey de su alma. Arrepentimiento, conversión, dolor, contrición. Cada
una de esas lágrimas son un canto de amor y de adoración. La alegría
superficial de una vida de pecado se transforma en una alegría profunda que se
expresa con el agua que también nace del corazón de esta mujer y que transforma
su mirada. Estas lágrimas son como un colirio que le ayudan a ver mejor a Dios.
Colirio de fe y esperanza. Su vida ahora sí tiene sentido, todavía hay
posibilidad de redención cuando hay arrepentimiento y esperanza. Ha aprendido a
no esperar nada de los hombres y esperar en el Hombre-Dios.
Estar a los pies de Jesús es descubrir un nuevo paisaje
lleno de esperanza. Esperar en Jesús no es esperar de Él, sino esperarle a Él.
Y decirle en silencio estas palabras:
“Descálzate oh Jesús porque estás pisando tierra sagrada.
Sí, como pediste a Moisés que se descalzase ante la zarza ardiente, hoy te digo
que mi corazón es esa zarza ardiente. Descálzate porque mi vida quiere ser
tierra redimida, tierra virgen, tierra que dé fruto. Déjame regarla con las
lágrimas de mi arrepentimiento para que así mi corazón arda siempre ante tu
presencia”
El amor derrama el perfume de mi corazón
El amor que expresa el corazón arrepentido es motivado por
el deseo de conversión, de transformar una vida para vivir de verdad, vivir
para el Amor y en el Amor. Así, lo que antes podría ser un arma para atraer al
pecado, su cabello, ahora lo utiliza para enjugar las lágrimas, para secar los
pies de Jesús. Todo tiene un sentido diverso, el amor buscar expresarse en
modos nuevos y más profundos, llenos de libertad y de seguridad. No teme este
gesto, porque sabe que está segura junto al Maestro.
El amor no se queda ahí, tiene que transformar su vida y su
exterior. Derrama el perfume de su corazón ahora ya sanado. Es el perfume que
“salta” hasta la vida eterna, que da vida, que redime, santifica y convierte.
El amor del Maestro es silencioso en este momento. Se deja
amar y así, también está amando. Su silencio no es rechazo, es aprobación. Su
silencio se convierte en diálogo para que sólo hablen los corazones.
En tu vida también tienes que derramar en la oración el
perfume de tu corazón, también tienes que hacer gestos concretos en tu
interior. Vivir para Él significa abrir puertas, descubrir heridas, limpiar
rencores, ser libre para recibir la libertad que sólo Dios puede dar.
Ahora sí, cuando nuestro amor ha adorado, se ha postrado
ante el Maestro, ha derramado lágrimas de arrepentimiento y ha desprendido el
perfume del corazón, podemos decir que estamos en la presencia del Señor.
Escúchalo y verás que te dice: Porque has amado mucho, se te
ha perdonado mucho. Tu fe te ha salvado. Vete en paz.
Autor: P. Guillermo Serra, LC | Fuente: la-oración.com