miércoles, 28 de agosto de 2013

A la Virgen del Recuerdo








Dulcísimo recuerdo de mi vida,
bendice a los que vamos a partir...
¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,
recibe tú mi adiós de despedida,
y acuérdate de mí.

¡Lejos de aquestos tutelares muros,
los compañeros de mi edad feliz
no serán a tu amor jamás perjuros;
conservarán sus corazones puros;
se acordarán de ti!

Mas siento al alejarme una agonía,
cual no suele el corazón sentir...
En palabras de niño, ¿quién confía?
Temo... no sé qué temo, Madre mía,
por ellos y por mí...

Dicen que el mundo es un jardín ameno,
y que áspides oculta ese jardín...
Que hay frutos dulces de mortal veneno,
que el mar del mundo está de escollos lleno...
¿Y por qué serán así?

Dicen que de esta vida los abrojos
quieren trocar en mundanal festín;
que ellos, ellos motivan tus enojos,
y que ese llanto de tus dulce ojos
¡lo causan ellos, sí!

Ellos, ¡ingratos!, de pesar te llenan.
¿Seré yo también sordo a tu gemir?
¡No! Yo no quiero frutos que envenenan,
no quiero goces que a mi Madre apenan.
¡No quiero ser así!

Y mientras yo responda a tu reclamo,
mientras me juzgue con tu amor feliz,
y ardiendo en este afecto en que me inflamo,
te diga muchas veces te amo,
¿te olvidarás de mí?

¡Ah, no, dulce recuerdo de mi vida!
Siempre que luche en religiosa lid,
siempre que llora mi alma dolorida,
al recordar mi adiós de despedida,
¡te acordarás de mí!

Y en retorno de amor y fe sincera
jamás sin tu recuerdo he de vivir.
Tuya será mi lágrima postrera...
¡Hasta que muera, Madre; hasta que muera
me acordaré de ti!

Tu en pago, Madre, cuando llegue el plazo
de alzar el vuelo al celestial confín,
estrechándome a ti con dulce abrazo,
no me apartes jamás de tu regazo.
¡No me apartes de ti!

Autor: P. Julio Alarcón (1843-1924)
(Estos versos fueron recogidos en una novela del  P. Luis Coloma titulada “Pequeñeces”).



sábado, 24 de agosto de 2013

La puerta




Cristo es la luz del los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf Mc 16,15).

    El Padre Eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, tras la caída de Adán, no los abandonó, sino que les ofreció siempre su ayuda para salvarlos, en consideración a Cristo Redentor, que “es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, desde la eternidad, los “conoció y los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo para que éste sea el primogénito de muchos hermanos” (Rom 8, 29). Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia. Esta aparece prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos, desde Adán, “desde el justo Abel hasta el último elegido”, se reunirán con el Padre en la Iglesia universal.


Extraído del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 1-2

jueves, 22 de agosto de 2013

Solidaridad




El concepto de solidaridad fue desarrollado inicialmente por P. Lerou en el ámbito del socialismo originario. Fue concebido como un concepto laico opuesto a la idea cristiana del amor. En ese contexto, la solidaridad fue pensada como una nueva respuesta, efectiva y racional, a los problemas sociales.

Carlos Marx creyó que había llegado el momento de dar una solución práctica a la pobreza en el mundo. Según él, el cristianismo había tenido milenio y medio para mostrar su eficacia, y no la había logrado. Era hora de recorrer otros caminos.

Así, el socialismo se presentó como solidaridad, como una forma del todo original y a-religiosa por la que la igualdad entre todos los hombres, la paz y el final de la pobreza, serían logradas. ¿Sucedió efectivamente así? Hoy conocemos la tristeza y la desolación que una teoría sin Dios y una praxis atea dejaron en los países que abrazaron o a los que se les impuso el socialismo.




¿Qué falló? ¿Efectivamente el cristianismo había sucumbido y se había mostrado ineficaz? No cabe duda que la intención socialista plasmada en el concepto de solidaridad era del todo justa. Sin embargo, carecía de una base y de una visión más amplia del hombre mismo. Marx “indicó cómo lograr el cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería proceder después. Suponía […] que […] con la socialización de los medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén. En efecto, por fin el hombre y el mundo habrían visto claramente en sí mismos. Entonces todo podría proceder por sí mismo por el recto camino, porque todo pertenecería a todos y todos querrían lo mejor unos para otros” (Spe Salvi n. 21).

El error del marxismo estribó en el olvido de que “el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo” (Spe Salvi n. 21)




Esa base que le faltaba al concepto de solidaridad estaba ya en la idea cristiana de amor. Fue precisamente por este motivo que la solidaridad pudo ser acogida dentro del catolicismo y mostrarse como una consecuencia de esa caridad que es médula de toda la fe cristiana. Fue así que la solidaridad fue bautizada.

El amor o caridad cristiana, más que ineficacia, había puesto de manifiesto la necesidad y urgencia de ser comprendida correctamente y asumir con responsabilidad sus implicaciones. La caridad ya llevaba implícito el efecto de “dar” sobre el que giraba la solidaridad. Pero el “dar” cristiano de la caridad no se vinculaba exclusivamente al aspecto material, lo comprendía pero partía y tendía a otro más necesario y de acuerdo a la naturaleza del hombre, el espiritual.

Desde el momento en que la solidaridad entró a formar parte del patrimonio cristiano, su significación se enriqueció al ampliarse. Ahora, “solidaridad significa que uno se hace responsable de los otros, el sano del enfermo, el rico del pobre, los países del norte de los países del sur. Significa que se es consciente de la responsabilidad mutua y que somos conscientes de que recibimos en tanto que damos, y que siempre podemos dar sólo lo que nos ha sido dado y que por eso jamás nos pertenecemos solamente a nosotros” (en J. Ratzinger, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, p. 117).




La solidaridad cristiana es mucho más que un dar materialista pero tampoco permanece en un acompañar pasivo sin hechos concretos que influyan positivamente en alguien, de acuerdo a su dignidad de ser humano. La solidaridad cristiana es acción porque parte de la contemplación; es palabra pero también es obra. Es compañía, es presencia, pero también es consecuencia hecha acción que repercute para bien.

La Eucaristía es el testimonio más grande de solidaridad. Como consecuencia del amor, en ella se encuentran al unísono el “dar” espiritual y material del único Dios que se hace presencia y se da como alimento. La Eucaristía es el acto más grande de solidaridad. No podía ser de otra manera: es Dios mismo quien acompaña y sacia.


El cristiano, como imagen y semejanza de Dios, está llamado a vivir esa solidaridad. Es obvio que no podrá imitarse la actitud divina mientras no hayamos interiorizado previamente el ejemplo de ese Dios que se hace solidaridad en la Eucaristía. La meditación de su entrega generosa será la fuente y el motor que nos lleven a asumir este compromiso y, precisamente así, podremos vivir auténticamente la caridad-solidaridad cristiana respecto a nuestros prójimos y a nuestros próximos.




Autor: Jorge Mújica | Fuente: Equipo Gama-Virtudes y Valores

viernes, 16 de agosto de 2013

Les doy mi paz




La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo… La paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta… Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.

    La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz (Is 9,5), ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne (Ef 2,16) y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres. Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Ef 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz…

    En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).

Tomado de Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual   “Gaudium et spes”, § 78 - Copyright © Libreria Editrice Vaticana

martes, 13 de agosto de 2013

Letanías de la Voluntad de Dios







Señor, ten piedad de nosotros.
Padre celestial, que tu Voluntad se cumpla en la tierra como en el cielo.
Verbo divino, que tu Voluntad se cumpla en la tierra como en el cielo.
Espíritu Santo, que tu Voluntad se cumpla en la tierra como en el cielo.
Adorable Trinidad, que tu Voluntad se cumpla en la tierra como en el cielo.
Voluntad de Dios, infinitamente santo, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios infinitamente perfecta, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, infinitamente recta, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, impenetrable en tus decretos, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, infinitamente adorable, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, todopoderosa, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, que haces todo con sabiduría, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, ocupación eterna de los santos, reina soberanamente sobre nosotros.
Volunta de Dios, alimento de todas las almas justas, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, amor de los corazones fieles, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios que premias todas las cosas, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, medida del mérito y del premio de nuestras obras, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, alegría y delicia de nuestras almas, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, nuestra fuerza y nuestra seguridad, reina soberanamente sobre nosotros
Voluntad de Dios, nuestra consolación y nuestro reposo, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, remedio a nuestros males y a las penas de esta vida, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, nuestra esperanza y sostén en la muerte, reina soberanamente sobre nosotros.
Voluntad de Dios, cuyo reino es nuestro único fin, nuestra salvación, nuestra fidelidad, reina soberanamente sobre nosotros.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten misericordia de nosotros.

Cristo óyenos.
Cristo escúchanos.

Oremos: Señor Dios Todopoderoso, soberanamente bueno e infinitamente sabio; por el mérito de la perfecta sumisión con la cual Cristo, nuestro Salvador, aceptó el cáliz de su Pasión; por la conformidad de su divina Madre a tu voluntad santa y por la perfecta obediencia de San José a todas tus órdenes: concédenos las gracia de cumplir en todas las cosas, y hasta el momento de nuestra vida, tu santísima, justísima y adorabilísima voluntad, tal como se cumple en el cielo. Amén.


(Compilado por José Gálvez Krüger)

domingo, 11 de agosto de 2013

Aquí




Queridos hermanos y hermanas:

El pasado miércoles, con el comienzo del Año de la Fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo elemental: ¿Qué es la fe? ¿Tiene sentido la fe en un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto nuevos horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy en día?

En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una educación renovada en la fe, que abarque el conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que, en primer lugar, nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en Él, de modo que abrace toda nuestra vida.

En la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece también en nuestro alrededor un desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación –ante ciertos acontecimientos de los que recibimos noticias cada día– de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y pacífica, las mismas ideas de progreso y bienestar muestran también sus sombras.



A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los avances de la tecnología, el hombre de hoy no parece ser verdaderamente más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación, de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia.

Además, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, en aquello que es posible, a creer sólo en lo que vemos y tocamos con nuestras manos. Pero por otro lado, aumenta también el número de personas que se sienten desorientadas y que tratan de ir más allá de una visión puramente horizontal de la realidad, que están dispuestas a creer en todo y en aquello que es su contrario.

En este contexto, surgen nuevamente algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen ser a primera vista: ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Hay futuro para el hombre, para nosotros y para las generaciones futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de nuestra libertad para lograr un resultado bueno y feliz ¿Qué nos espera más allá de la muerte?

De estas preguntas que no se pueden apagar, emerge cómo es que el mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra, el conocimiento de la ciencia, si bien son importantes para la vida humana, no es suficiente.

Nosotros necesitamos no sólo el pan material, necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, que me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia.

La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente a un Dios que es Padre y que me ama, es adhesión a un "Tú" que me da esperanza y confianza. Ciertamente, esta unión con Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros.

Aún más, Dios ha revelado que su amor al hombre, a cada uno de nosotros no tiene medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, de la forma más luminosa, hasta dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total.


Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad, para llevarla nuevamente hacia Él, para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es creer en este amor de Dios, que nunca falla ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es capaz de transformar todas las formas de esclavitud, brindando la posibilidad de la salvación.

Tener fe, entonces, es encontrar a ese "Tú," a Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no sólo aspira a la eternidad, sino que la da; es entregarme a Dios con la actitud confiada de un niño, que sabe que todas sus dificultades y todos sus problemas están a salvo en el "tú" de la madre.

Y esta posibilidad de la salvación por medio de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. Creo que deberíamos meditar más a menudo –en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas– sobre el hecho de que creer cristianamente implica ese entregarme con confianza al sentido profundo que me sostiene –a mí y al mundo– ese sentido que no somos capaces de darnos nosotros mismos, sino que sólo podemos recibir como don, y que es el cimiento sobre el cual podemos vivir sin miedos.

Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe, con palabras y nuestras acciones para mostrarla con nuestra vida como cristianos.

A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchas personas son indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras del Resucitado que nos dice: "El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará". (Marcos 16:16). Se perderá a sí mismo. Los invito a reflexionar sobre esto.

La confianza en la acción del Espíritu Santo, siempre nos debe empujar a predicar el Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el encuentro vital con Cristo.

San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la parábola del sembrador: "Nosotros hablamos –decía– tiramos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, hay los que critican, los que se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena tierra". (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678).


El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena que da fruto.

Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre aquella apertura de corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, para que Él y su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia?

Respuesta: podemos creer en Dios porque Él viene a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo. La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de Dios.

El Concilio Vaticano II afirma, cito: "para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, y son necesarios los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad" (Constitución dogmática. Dei Verbum, 5).

La base de nuestro camino de fe es el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin prevenir la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está llamado a revivir y hacer su propia confesión de fe, junto con sus hermanos.

La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre". (n. 154).

Es más, las implica y los exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra su camino para con seguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos.

Creer es confiarse libremente y con alegría al plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, como lo hizo María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este "sí" transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable.


Queridos amigos, nuestro tiempo requiere cristianos que han sido aferrados por Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad con las Sagradas Escrituras y los Sacramentos. Personas que sean casi como un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia del Dios que nos sostiene en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin. Gracias.


Autor: Benedicto XVI

El rostro de Jesús





Eterno Padre, Dios de infinito amor, bondad y misericordia, por el Inmaculado Corazón de María y en unión con San José y de todos los Ángeles y Santos y en nombre de todos los hombres y de las almas del purgatorio, te ofrezco el Rostro llagado, ensangrentado e inundado de lágrimas de tu muy amado Hijo.

Te ofrezco este santísimo y adorable Rostro de nuestro Señor Jesucristo para expiar los pecados de todo el mundo, las blasfemias, sacrilegios e irreverencias; para la iluminación de tus sacerdotes y religiosos y por la conversión de todos los pecadores, en especial de los más obstinados; como también para las almas  del purgatorio.

En tu rostro desfigurado por el dolor, reconozco la inmensidad de tu amor hacia mí.

Imprime en mi corazón la imagen de tu divinidad, y dame un amor ardiente a Ti, para que un día pueda ver tu Faz glorificada. Amén.


(Compilado por José Gálvez Krüger)


viernes, 9 de agosto de 2013

Estad a punto






El Señor pensaba en este nuestro tiempo cuando dijo: “Cuando vendrá el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18,8). Vemos como se realiza esta profecía. El temor de Dios, la ley de la justicia, la caridad, las buenas obras, ya nadie cree en ellas…todo lo que temería nuestra conciencia, si creyera; no lo teme porque no cree. Porque si creyera, viviría vigilante; y si vigilara, se salvaría.

     Despertémonos, pues, hermanos muy amados, tanto como seamos capaces. Sacudamos el sueño de nuestra inercia. Estemos atentos a observar y practicar los preceptos del Señor. Seamos tal como él nos ha prescrito ser cuando ha dicho: “Permaneced en actitud de servicio y conservad encendidas vuestras lámparas. Sed como los que esperan la llegada de su amo a su regreso de bodas para abrirle la puerta en cuanto llegue y llame a la puerta. Dichosos los siervos que a su llegada, el amo los encontrará en vela”.

     Sí, permanezcamos en actitud de servicio, por miedo a que cuando venga el día de salida, no nos encuentre preocupados y enredados. Que nuestra luz brille y resplandezca en buenas obras, que nos conduzca de la noche del mundo a la luz de la caridad eterna. Esperemos con solicitud y prudencia la llegada repentina del Señor a fin de que, cuando llame a la puerta, nuestra fe esté despierta para recibir del Señor la recompensa de su vigilancia. Si observamos estos mandatos, si conservamos estas advertencias y estos preceptos, las astucias engañosas del Acusador no nos abatirán durante nuestro sueño. Sino que, reconocidos como siervos vigilantes, reinaremos con Cristo triunfante.


San Cipriano (c. 200-258), obispo de Cartago, mártir. De la unidad, 26-27

lunes, 5 de agosto de 2013

ADORACIÓN



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Señor Jesús:

Nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos.

«Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Hijo de Dios» (Jn. 6,69).

Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la última cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres.

Aumenta nuestra FE.
Por medio de ti y en el Espíritu Santo que nos comunicas, queremos llegar al Padre para decirle nuestro SÍ unido al tuyo.

Contigo ya podemos decir: Padre nuestro.

Siguiéndote a ti, «camino, verdad y vida», queremos penetrar en el aparente «silencio» y «ausencia» de Dios, rasgando la nube del Tabor para escuchar la voz del Padre que nos dice: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: Escuchadlo» (Mt. 17,5).

Con esta FE, hecha de escucha contemplativa, sabremos iluminar nuestras situaciones personales, así como los diversos sectores de la vida familiar y social.

Tú eres nuestra ESPERANZA, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo.

Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives «siempre intercediendo por nosotros» (Heb. 7,25).

Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.

Queremos sentir como tú y valorar las cosas como las valoras tú. Porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo.

Apoyados en esta ESPERANZA, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.

Queremos AMAR COMO TÚ, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres.

Quisiéramos decir como San Pablo: «Mi vida es Cristo» (Flp. 1,21).

Nuestra vida no tiene sentido sin ti.

Queremos aprender a «estar con quien sabemos nos ama», porque «con tan buen amigo presente todo se puede sufrir». En ti aprenderemos a unirnos a la voluntad del Padre, porque en la oración «el amor es el que habla» (Sta. Teresa).

Entrando en tu intimidad, queremos adoptar determinaciones y actitudes básicas, decisiones duraderas, opciones fundamentales según nuestra propia vocación cristiana.

CREYENDO, ESPERANDO Y AMANDO, TE ADORAMOS con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt. 26,38).

Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras; por eso queremos aprender a adorar admirando el misterio, amándolo tal como es, y callando con un silencio de amigo y con una presencia de donación.

El Espíritu Santo que has infundido en nuestros corazones nos ayuda a decir esos «gemidos inenarrables» (Rom. 8,26) que se traducen en actitud agradecida y sencilla, y en el gesto filial de quien ya se contenta con sola tu presencia, tu amor y tu palabra.

En nuestras noches físicas y morales, si tú estás presente, y nos amas, y nos hablas, ya nos basta, aunque muchas veces no sentiremos la consolación.

Aprendiendo este más allá de la ADORACIÓN, estaremos en tu intimidad o «misterio». Entonces nuestra oración se convertirá en respeto hacia el «misterio» de cada hermano y de cada acontecimiento para insertarnos en nuestro ambiente familiar y social y construir la historia con este silencio activo y fecundo que nace de la contemplación.

Gracias a ti, nuestra capacidad de silencio y de adoración se convertirá en capacidad de AMAR y de SERVIR.

Nos has dado a tu Madre como nuestra para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre.

Ayúdanos a ser tu Iglesia misionera, que sabe meditar adorando y amando tu Palabra, para transformarla en vida y comunicarla a todos los hermanos.
Amén.


Autor: S.S. Juan Pablo II

viernes, 2 de agosto de 2013

Enrólate y enróllat



“Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?”. La conducta del rico del Evangelio es más irrisoria que riguroso es el castigo eterno. En efecto, este hombre, que va a ser llevado de este mundo dentro de poco tiempo, ¿qué proyectos tiene en su espíritu? “Derribaré los graneros y construiré otros más grandes.” Yo, muy a gusto le diría: Haces bien, porque no merecen otra cosa que ser destruidos los graneros de la injusticia. Con tus propias manos, destruye de arriba abajo, lo que has construido deshonestamente. Deja derribar tus reservas de trigo; nunca han reconfortado a nadie. Haz desaparecer toda construcción refugio de tu avaricia, quita los tejados, derriba los muros, expone al sol el trigo enmohecido, saca tus riquezas de la prisión en que las tienes encerradas…

    “Derribaré los graneros y construiré otros más grandes.” Una vez hayas llenado cada uno de ellos, ¿qué sacarás de hacer esto? ¿Los derribarás también para de nuevo construir otros? ¿Hay peor locura que atormentarse sin fin, construir encarnizadamente y volverse a encarnizar para destruir? Si tú lo quieres tienes como graneros allí donde moran los indigentes. Atesorad tesoros en el cielo. Lo que allí se deposita “ni los gusanos se lo comen, ni la herrumbre los oxida, ni los ladrones se lo llevan” (Mt 6,20).


Autor: San Basilio Magno (c 330- 379), monje, obispo de Cesarea de Capadocia, doctor de la Iglesia Homilía 31

jueves, 1 de agosto de 2013

La oración es un don




La oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y de amor.

Hoy queremos hablar del gran regalo que Dios nos ha hecho con la oración. El poder hablar con Dios es una condescendencia divina que no la podemos comprender.

Cuando oramos, cuando se abren nuestros labios para rezar, pensamos que somos nosotros los que hemos tenido la iniciativa.

Y ha sido Dios quien nos ha buscado, quien ha elevado nuestro pensamiento, quien nos ha dictado las palabras, quien ha fomentado nuestros sentimientos.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice claramente que la oración es primero una llamada de Dios, y después una respuesta nuestra. La oración es, por lo mismo y ante todo, una gracia de Dios.

¿Es posible que Dios tenga necesidad de nosotros? ¿Es posible que sea Dios el que nos busque? ¿Es posible que sea Dios quien salga a nuestro encuentro?...

Solamente el cristianismo sabe responder que sí. Porque solamente Jesús nos ha dicho que Dios es nuestro Padre, un Padre que nos ama. Y el padre que ama, no puede pasar sin hablar con el hijo querido.

¿Sabemos lo que nos pasa cuando queremos orar? Nos ocurre lo mismo que a la Samaritana junto al pozo de Jacob, como nos cuenta Juan en su Evangelio. ¿A qué se redujo la petición de la Samaritana, aquella mujer de seis maridos y siempre insatisfecha? Pues, a reconocer que tenía sed. Y, por eso, pidió a Jesús:
- ¡Dame, dame de esa agua tuya, para que no tenga más sed en adelante!

La pobre no se daba cuenta de que había sido Jesús el primero que había pedido agua:
- ¡Mujer, dame de beber!...
Y ella le daba al fin el corazón, porque Jesús se había adelantado a pedírselo.

La oración es una comunicación entre Dios y nosotros. Tenemos un corazón inmenso, con capacidad insondable de amar y de ser amados. Sólo Dios puede llenar esas ansias infinitas. Por eso nos atrae, nos llama, y, si le respondemos con la oración ansiosa, nos llena de su amor y de su gracia.

Santa Teresa del Niño Jesús, tan querida de todos, lo expresó de una manera maravillosa con estas palabras, que nos trae el Catecismo de la Iglesia Católica:
- Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría.

La otra Teresa, Teresa de Jesús, había dicho lo mismo con otras palabras:
- Oración, a mi parecer, no es otra cosa que tratar de amistad con Aquél que sabemos que nos ama.

¡Claro! Si Dios me ama, es un amante que no puede pasar sin mí, y por eso me busca.
¡Claro! Si yo amo a Dios, no me aguanto sin El, y por eso lo busco.

¡Claro! Y, cuando nos encontramos, ¿qué hacemos? Como somos tan amigos, nos ponemos a hablar amistosamente, y no hay manera ni de que Dios deje de llamarme a la oración, ni de que yo deje de suspirar por pasar en oración todos los ratos posibles.




La oración resulta ser entonces el termómetro que mide el calor del corazón.
La oración resulta ser entonces el metro que precisa la distancia que hay entre Dios y yo.
La oración resulta ser la balanza que calcula con exactitud el peso de mi amor.

Porque todos valemos lo que vale nuestro amor.
Y nuestro amor vale lo que vale nuestra oración.
La oración no nace precisamente de nosotros, sino de Dios. Es Dios el primero en llamar.

Es Dios el primero en darnos sed y ansia del mismo Dios. Es Dios el que impulsa nuestra oración, por el Espíritu Santo que mora en nosotros. Por lo cual, la oración es propiamente un don, un regalo de Dios. Y así, tiene pleno sentido eso de la que la oración no es una carga, sino un alivio; no una obligación pesada ni aburridora, sino una ocupación deliciosa, la más llevadera y la de mayor provecho durante toda la jornada...

Al decirnos el Catecismo de la Iglesia Católica que Dios llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración, hemos de decir que la oración es una verdadera vocación. ¡Dios que nos llama a estar con Él!...

Así lo entienden tantos y tantos cristianos, cuya principal ocupación es gastar horas y más horas en la presencia de Dios.

Como aquel buen campesino, que decía:
- No sé cómo se puede rezar un Padrenuestro en menos de diez minutos.
Y como lo dijo con esta naturalidad e ingenuidad, le preguntaron:
- ¿Diez minutos le cuesta a usted rezar un Padrenuestro? En ese tiempo, y haciéndolo en particular, se puede rezar casi un Rosario.
- Sí, es lo que hace mi mujer. Es muy devota, y reza mucho. Pero yo prefiero rezar menos y estar con mis ojos y mi corazón clavados en Dios.

El buen hombre no se daba cuenta de lo que nos estaba confesando. Había llegado a lo que se llama la contemplación. Sin palabras, se pasaba las horas en la presencia de Dios, pues en eso consiste lo que llamamos vida de oración, o espíritu de oración, que es uno de los mayores regalos que Dios hace al alma, cuando ésta responde fiel a esa vocación de la oración.

¡Señor! Si Tú nos llamas, ¿por qué no te respondemos? ¡Qué felices que vamos a ser el día en que nuestra ocupación primera sea ésta: pasarnos buenos ratos hablando contigo!....

CIC. 2558-2560 y 2567.


Autor: Pedro García, Misionero Claretiano