viernes, 31 de enero de 2014

Será bandera discutida que a nadie dejará indiferente







Te bendigo y te glorifico, o Llena de gracia (Lc 1,28); has traído al mundo la misericordia que ha venido a nosotros. Tú has preparado el cirio que tengo hoy entre mis manos (en la liturgia de esta fiesta). Tú has aportado la cera para esta llama... cuando tú, Madre inmaculada, has vestido de carne inmaculada al Verbo inmaculado, tú su Madre inmaculada.

    ¡Ea, hermanos! Hoy este cirio arde en las manos de Simeón. Venid a recibir la luz, venid y encended vuestros cirios, quiero decir vuestras lámparas que el Señor quiere ver en vuestras manos (Lc 12,35). “Mirad hacia Él y quedaréis radiantes” (Sal 33,6). No tanto para llevar en vuestras manos una antorcha sino para ser vosotros mismos antorcha que brilla por dentro y por fuera, para vuestro bien y bien de los hermanos:...Jesús iluminará vuestra fe, os hará brillar por vuestro ejemplo, os sugerirá buenas palabras, inflamará vuestra oración, purificará vuestra intención...

    Y tú, que posees tantas lámparas interiores que te iluminan, cuando se apague la lámpara de esta vida, brillará la luz de la vida que no se apagará jamás. Será para ti como la aparición del esplendor del mediodía en pleno atardecer. En el momento en que piensas que vas a extinguirte, te levantarás como la estrella de la mañana (Jb 11,17), y tus tinieblas se transformarán en luz de mediodía (Is 38,10). No habrá sol durante el día y la luz de la luna no te iluminará más, pero el Señor será tu luz perpetua (Is 60,19), porque la antorcha de la nueva Jerusalén es el Cordero (Ap 21, 23). ¡A él gloria y honor por los siglos sempiternos! Amén.


Autor: Beato Guerrico de Igny (c. 1080-1157), abad cisterciense. Primer sermón para la Purificación, 3-5; SC 166

jueves, 23 de enero de 2014

La Entrega



¿Quién te trajo, Señor, del cielo a la tierra sino el amor? ¿Quién te bajó del seno del Padre al de la madre y te vistió de nuestro barro y te hizo participante de nuestras miserias, sino el amor? ¿Quién te puso en el establo y te reclinó en el pesebre y te echó por tierras extrañas, sino el amor? ¿Quién te hizo traer a cuestas el yugo de nuestra mortalidad por espacio de tantos años, sino el amor? ¿Quién te hizo sudar y caminar, velar y trasnochar buscando las ánimas, sino el amor? ¿Quién ató a Sansón de pies y manos y lo trasquiló y lo despojó de toda su fortaleza y lo hizo escarnio de todos sus enemigos, sino el amor de Dalila, su esposa? ¿Quién a Tí, nuestro verdadero Señor, ató y trasquiló y despojó de su virtud y fortaleza y entregó en manos de sus enemigos, para que te escarneciesen y te escupiesen y burlasen, sino el amor de tu esposa, la Iglesia, y de cada una de nuestras almas? ¿Quién, finalmente, te trajo hasta poner en un palo, y estar allí todo de pies y cabeza tan maltratado, tus manos enclavadas, el costado partido, las venas, y todo, finalmente despedazado, sino el amor? ¿Quién pudo hacer tal estrago como éste, sino el amor?


Autor: Fr. Luis de Granada

martes, 21 de enero de 2014

Lana



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Dos corderos bendecidos, en ocasión de la memoria litúrgica de santa Inés, han sido presentados al Papa esta mañana, en la Casa Santa Marta. La lana de estos corderos será utilizada, como es tradición, para confeccionar los palios de los nuevos arzobispos metropolitanos.

El palio es un ornamento litúrgico de honor y jurisdicción que llevan el Papa y los arzobispos metropolitanos en sus Iglesias y en las de sus provincias. Es una banda de lana blanca en la que están bordadas seis cruces de seda negra.



Los padres trapenses de la abadía de las Tres Fuentes crían los corderos, el animal símbolo de santa Inés, martirizada en Roma alrededor del año 305. Las religiosas de Santa Cecilia en el Trastevere tejen los palios con la lana de estos animales.



El rito de la imposición de los palios a los nuevos arzobispos metropolitanos lo realiza el santo padre el 29 de junio, solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo. En la basílica de santa Inés en la Vía Nomentana de Roma, está enterrada la joven santa. La santa, que ha inspirado el ideal de la virginidad consagrada a Cristo a tantos jóvenes a los largo de los siglos, tiene otra basílica con su nombre en la plaza Navona de Roma, Santa Inés in Agone, lugar de su martirio.

domingo, 19 de enero de 2014

¿A quién se debe consultar para...






Para distinguir una vocación religiosa, se deben consultar 3 fuentes: A Dios, a tu confesor, y a tí mismo.


a) Consultar a Dios

San Pablo, en el momento decisivo de su conversión, exclamó: "Señor, ¿qué quieres que haga?". Esta tiene que ser tu oración. El salmo 17, dice en uno de sus párrafos: "Enséñame, Señor, tus caminos, y guíame por el sendero llano".
Cuando Dios se reveló al que sería el profeta Samuel, el joven inexperto no lo reconoció, y pensó que era el sacerdote quien le hablaba. Al entender, el sacerdote le dijo: "Cuando oigas la voz, responde: "Habla, Señor, que tu siervo escucha".

Ésta debe ser nuestra oración. En silencio completo, esperando la inspiración de Dios. "Habla, Señor, que tu siervo escucha".

Demasiadas personas buscan tantos y tantos consejos en la vida... psicólogos, lectores del Tarot, consejos telefónicos, a los amigos, y casi nunca dejan a Dios hablar. También tenemos que recordar, que la oración no es un monólogo, sino un diálogo. Es como hablarle a Dios de tantas y tantas cosas y no le damos espacio para que nos hable. Recuerdo en un libro que leí, que Dios dice a sus profetas: "Quédate quieto, y reconoce que soy el Señor". Y este autor, comenta: "En mi versión autorizada personalizada de la Biblia, diría: ´¡Oye! Cállate y déjame hablarte una vez, quieres?"

Debemos aprender a estar en silencio, para poder escuchar a Dios. Precisamente antes de su vida pública, Jesús se fue al desierto - donde no había ruidos... a ayunar y orar. Y fue en ese silencio, cuando supo diferenciar de las tentaciones del demonio, y de la voluntad de Dios.

En todos los profetas del Antiguo Testamento, notamos una constante: Ellos siempre tienen un encuentro personal e individual con Dios. No entre Dios y "los jóvenes de tal o cual grupo", ni "al director de alabanza", ni al "monseñor Pérez". Es entre Dios y [ pon tu nombre aquí ].

También hay que notar otra cosa: El pecado. Mientras estamos en pecado, nos será imposible reconocer nuestra vocación. Leamos este pasaje del profeta Isaías:

Cuando Dios te libere de tus padecimientos, de tus inquietudes y de la dura esclavitud a la que estabas sometido, dirás estas palabras (de profecía) contra el rey de Babilonia...
Es decir: Dios no nos manda a denunciar los males y a anunciar el evangelio, sino hasta que estamos libres de toda inquietud, padecimientos y esclavitudes. Y fíjense que no dice: "En caso de que Dios te libere". Dice claramente: "CUANDO Dios te libere".

Por eso, no hay que desconfiar de que Dios no nos dará señales, o de que seremos demasiado brutos para entenderlas. Pidamos ENTENDIMIENTO y Dios nos responderá.


b) Consultar al sacerdote

De preferencia al sacerdote a quien recurres regularmente... desafortunadamente se dan muy pocos casos. Por eso hay sacerdotes EXPERTOS en asesorar a las vocaciones. Hay retiros VOCACIONALES, no de cualquier grupo. Generalmente son retiros promovidos y DIRIGIDOS por la Arquidiócesis o por la diócesis del lugar. Es decir, por los representantes directos de la Iglesia Católica. Sería un tanto redundante consultar con el sacerdote de la comunidad a la que has sido atraído. Lo más recomendable es consultar sobre tu vocación con un sacerdote EXTERNO, para lograr la imparcialidad requerida. Yo en lo personal consultaría con DOS sacerdotes. Uno, de la comunidad, y otro, externo - pero experto en vocaciones religiosas. En la comunidad del Altillo, en México, un sacerdote me supo orientar muy bien sobre algunas dudas que tenía (no necesariamente de la vocación), y me ayudó mucho a superar un problema que tenía. Digo, si están allí es por algo, ¿para qué desperdiciarlos?

El sacerdote tiene una luz especial que Dios le dá, para ayudar a las personas. Algunas veces incluso, se da el caso de que tenga un don MUY especial, llamado CARISMA DE DISCERNIMIENTO, para casos difíciles, como análisis de si alguien está por ejemplo poseído, o para indagar en casos de mantrimonios nulos. Y desde luego es lógico que quien tenga este carisma, ayude a los jóvenes en busca de su vocación.

Nótese, que Cristo, dijo a sus apóstoles: "Y bajará el Espíritu Santo, que os hará entender todas las cosas que os he dicho". También les dió poder para atar y desatar: "Lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo".

Imagínense al sacerdote como a un general en su bunker, y ustedes son los soldados en combate. El general tiene a su acceso estrategas, radares, información del enemigo, rutas de acceso... y ustedes no pueden ver nada, y no tienen LA MÁS REMOTA IDEA de dónde están, o a dónde van. Pero el general puede ver por dónde van, si se están dirigiendo a una trampa, etc. etc. Así, Dios ilumina al sacerdote mostrándole, mediante la palabra, la oración, etc., cómo irlos guiando. Desde luego, si ustedes no siguen sus consejos, pues se van a hacer bolas pero tremebundamente.

Ningún ciego puede guiar a otro ciego. Si el grupo parroquial o comunidad en la que estás no tiene un sacerdote que los vaya asesorando, o guiando... es muy fácil que el enemigo se infiltre y les eche a perder todo. No basta con darle un reporte de actividades. El sacerdote tiene que ser PARTE INTEGRAL del grupo.

Por ejemplo - en los conventos, se da muy frecuente el caso, de que las monjas, no sólo tengan un confesor, sino también un DIRECTOR ESPIRITUAL. Es decir: Alguien que las dirija y apoye. Ni siquiera la madre superiora puede desempeñar un papel tan importante. Debe ser el sacerdote, que es ungido por Dios.

Recordemos lo que dice Jesús de sus discípulos a quienes envía: "Quien a vosotros escucha, a mí me escucha. Y quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza."

Por eso es importante no despreciar los consejos del sacerdote.


c) Consultarte a tí mismo

¡Piénsalo bien! Escucha tu corazón, tus deseos... en el profeta Ezequiel leemos - capítulo 36, v. 26 y sig:

Les daré un corazón nuevo, y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu...

Es decir: No sólo serán los deseos de Dios, sino también nuestros deseos, la vocación a la que estemos llamados. Ya que Dios y nosotros tendremos UN MISMO ESPIRITU.

Si te causa repugnancia el ayudar a los pobres, y quizás no los puedes ver ni en pintura, pero "adoras" a los niños y te desvives por ellos, definitivamente tienes vocación por los niños. Si te encanta enseñar al que no sabe, muy probablemente tienes vocación de maestro. Si te fascina hablar de Dios a la gente, mostrarles el amor de Jesús, y hablar, y escribir, y platicar con la gente de Dios, es muy probable que tu vocación sea evangelista o predicador... cosas así.

Dios no te pondrá una inclinación contraria a tu vocación.

Déjenme repetirlo: Dios no te pondrá una inclinación contraria a tu vocación.
Una cosa es el pecado que a veces nos da asco, flojera, repugnancia etc. a ciertas tareas, pero que por obediencia o por amor puedes hacer por Dios... y otra cosa distinta es que no estés hecho para un trabajo. Si escoges algo para lo que no estás hecho, el resultado es fácil de prever: Una vocación frustrada.

Dice el Padre Baeteman:

"Por eso tienes que estudiarte a tí mismo. Tu corazón, tus gustos, tus inclinaciones... examina lo que te atrae y lo que te disgusta; fíjate si tus condiciones de alma y cuerpo están de acuerdo con la vocación que te atrae.

Tus aptitudes físicas y morales tienen que ser muy bien consideradas. La ineptitud para seguir una vocación excluye, venga de donde venga, toda probabilidad de llamamiento divino".

A veces es necesario consultar a tus padres o a otras personas que te puedan ayudar con un consejo. Pero NUNCA juzguen según los principios mundanos. Lean la Biblia, ilumínense con las luces de la fe que estén estudiando. Una vez rodeados con toda la certeza, es, finalmente, cuando pueden tomar una decisión acertada.

¿Quién me llama?

¿Dios?
¿Mis amigos del grupo XYZ que se portan tan bien conmigo?
¿Mi vanidad?
¿Mi deseo de "mostrar que sí puedo"?
¿Mi rebeldía o venganza contra mis padres?
¿El MIEDO de caer en el pecado e irme al infierno?
¿El MIEDO de perder el apoyo de mis amigos o de una "comunidad" en particular?
¿Es la deslumbrada que algún personaje me inspiró?
¿Puedo estar completamente seguro de que es Dios, y no mis amigos o mis propias ilusiones o temores, quien me está llamando?

¿Qué quisiera haber hecho, si en estos momentos estuviera al borde de la muerte?

Este pensamiento es muy esclarecedor para nuestras dudas. Cuando no está en juego nuestra posición social, ni el qué-dirán, ni las amistades perdidas, sino cuando estás tú a punto de encontrarte con tu Dios y Salvador, es cuando puedes distinguir entre la voluntad de Dios y TU voluntad.

Recordemos que a muchos Dios no nos llama a misionar en otras partes del mundo. Por ejemplo, el caso de una jovencita de 15 años a la que Dios llamó a ser mamá. Y a educar a su hijo, a enseñarle la Biblia, a limpiar sus pañales, a llevarlo de paseo, a educarlo para que fuera un hombre hecho y derecho y guiara a millones de personas.

Sí, adivinaste. La Virgen María. No podría haberle tocado una labor más digna y al mismo tiempo más humilde.

Recuerda, que lo que se necesita, más que entrar a una orden religiosa, es el deseo firme e IRREVOCABLE de seguir la voluntad de Dios, SEA CUAL SEA (aún si ésta implica el matrimonio).

Recuerdo el ejemplo del P. Emiliano Tardif (en paz descanse): Le comentó alguien sobre un joven seminarista. "... no puedo creer que después de tantos años de seminario pudiera haber caído en la trampa del matrimonio!. El Padre Tardif, contestó sencillamente:

"No sabía que Nuestro Señor Jesucristo hubiera instituído 6 sacramentos y una trampa".

¿Por qué hay personas que se preocupan tanto, hasta el punto de requerir medicamentos, sobre su vocación? Preguntándose, día a día, si tomaron la decisión correcta. Cuántas monjas han caído en el pecado o han literalmente ESCAPADO del convento simplemente por dejarse presionar por sus amigos o por sus padres para entrar... ¿no ven que si Dios NO QUIERE que entren, no serán felices allí? No puede haber alguien que esté llamado por Dios a deprimirse.

A Dios NO LE GUSTAN los cristianos deprimidos. Si tu "vocación" (y lo pongo entre comillas) no te hace feliz, ENTONCES NO ES TU VOCACION.


Autor: Ricardo García | Fuente: Ven y sígueme

sábado, 18 de enero de 2014

Mis rosarios y el Papa Francisco





La valija estaba pesadísima. Con un peso extraño y heterogéneo. Al moverla parecía un sonajero, que no paraba de hacer sonidos extraños. Más de uno se cuestionó que había en esa valija tan simple, pero a la vez con un contenido intrigante.

En cada control, obviando tanto interrogante de rutina, me apresuraba a decir, "llevo rosarios para que los bendiga el Papa". Me miraban, sonreían y me dejaban pasar. Más de un agente habrá pensado, que después me haría una moneda vendiéndolos o quizás no pensaban nada.

Qué compré en Roma? Rosarios, de todas las formas y colores. Cuando sentí que había gastado mucho recurrí a los más comunes, pero Rosarios al fin. No creo que al rezarlos Dios o la Virgen María tengan en cuenta los adornos o la calidad del material.

Al segundo día en el Vaticano, parando en Santa Marta, recuerdo que le pregunté a un allegado al Papa,  si podría asistir a una misa de Él y con El...con una sonrisa me explicó que para asistir a una misa iban meses de trámites.

Al otro día se acercó y me invitó para el martes a la mañana, de nuevo con una sonrisa.  Esa persona con sencillez y humildad cursó cada pedido...

En ese momento decidí que no importara cuantas veces lo viera al Papa, para la bendición esperaría al martes.

El séptimo día en Santa Marta, -en la casa del Papa-, sin poder creer aún el milagro de estar ahí.  El último y la oportunidad única de estar en una misa con el Papa celebrándola, recuerdo que antes de acomodarme se me humedecieron los ojos y dije para mis adentros "que la merezca Señor, que merezca este momento porque cientos de millones quisieran estar acá, que no sea en vano".

Después comencé a acomodar las bolsas. Debo reconocer que me tentó varias veces la cara de sorpresa de los otros cincuenta feligreses que observaban mis zapatillas, calzas, y las bolsas que ya no sabía cómo acomodar. Ocupamos tres sillas, dos para las bolsas con rosarios.

Mi aspecto de vendedora ambulante llamaba la atención, entre tanta prolijidad y decoro.

Me emocionó mucho la misa, y me atravesó el alma. Como todas las misas a las que he ido. Y me vine con todos los rosarios bendecidos.

Inclusive los que me regaló el Papa en persona. Cuando se acercó, me los entregó y dijo "para vos y tus hijos", después -conociéndome como todo buen pastor que conoce al rebaño- con una sonrisa tan amplia como el arco iris, agregó "bueno!!! Yo te los regalo".

Por qué digo esto? Porque, llegué a Argentina, y Yaco que me conoce tanto como el Papa, en segundos escondió los rosarios de él y sus hermanos. "Por las dudas!!!" me dijo con una mirada pícara....

Ese mismo día empezó a desfilar la gente, pidiendo por favor un rosario.

Cristos rotos, con el alma sufriente, con el dolor en los huesos, en la médula, en las venas.

Yaco acomodó los cientos de rosarios, por el color, por la textura, por lo que a él le pareció, y me los fue dando uno a uno para entregarlo con la única condición que los rezaran. Para eso es un rosario verdad? para rezarlo.

A los dos días de volver llamó mamá y me pidió, el rosario que me había regalado el Papa a mi, diciendo "cuando me muera te lo devuelvo, aunque cuando yo muera lo desearía tu hermana, que lo más cerca que va a poder estar del Papa va a ser ese rosario"

Para resumir, ya no quedan rosarios, faltaron. Sería otro milagro que viajara a Roma, pero lo haría nada más que para traer rosarios para la gente.

¿Y yo? yo me quedé con mi rosario de años. De plástico, más de oferta que las ofertas mismas. Que era blanco, después se puso beige, y una vez cuando Yaco andaba con un encendedor encendiendo la vida, lo dejó veteado, con la cruz un poco encogida y sin un brazo.

Pero ese rosario no me quiso dejar nunca, recuerdo que  en Córdoba -julio- cuando me chocó el taxi, el rosario voló con la cartera,  y cayó cerca de mi cabeza estampada en el asfalto, rozándome los cabellos ensangrentados.

Cuando el sacerdote que pasaba se acercó a darme los sacramentos y ayudarme, yo además de tranquilizarlo que no me iba a morir, le pedí que me juntara el rosario, antes que la billetera el rosario.

Quizás mi viejo rosario de plástico, de un color indefinido, averiado, con la cruz encogida y con el Cristo que le falta un brazo; -con el Cristo roto-, signifique cada una de las víctimas que no encontramos porque no salimos a buscar.

Quizás por eso a pesar de todas las idas y venidas, ese rosario y no otro, no me suelta. Quizás para que no olvide quién soy, de donde vengo y adónde voy...sobre todo adónde voy, mientras pronuncio "Dios te salve María....."


Autor: Alicia Peressutti, Aleteia

viernes, 17 de enero de 2014

He aquí el Cordero de Dios





Y en verdad, un solo cordero murió por todos, preservando así toda la grey de los hombres para Dios Padre: uno por todos, para someternos todos a Dios; uno por todos, para ganarlos a todos; en fin, para que todos no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos…

    Estando efectivamente implicados en multitud de pecados y siendo, en consecuencia, esclavos de la muerte y de la corrupción, el Padre entregó a su Hijo en rescate por nosotros, uno por todos, porque todos subsisten en Él y Él es mejor que todos. Uno ha muerto por todos, para que todos vivamos en Él.
La muerte que absorbió al Cordero degollado por nosotros, también en Él y con Él se vio precisada a devolvernos a todos la vida. Todos nosotros estábamos en Cristo, que por nosotros y para nosotros murió y resucitó.

    Abolido, en efecto, el pecado, ¿quién podía impedir que fuera asimismo abolida por Él la muerte, consecuencia del pecado? Muerta la raíz, ¿cómo puede salvarse el tallo? Muerto el pecado, ¿qué justificación le queda a la muerte? Por tanto, exultantes de legítima alegría por la muerte del Cordero de Dios, lancemos el reto: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?”

    Como en cierto lugar cantó el salmista: A la maldad se le tapa la boca, y en adelante no podrá ya seguir acusando a los que pecan por fragilidad, porque “Dios es el que justifica. Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito”, para que nosotros nos veamos libres de la maldición del pecado.

Autor: San Cirilo de Alejandría (380-444), obispo y doctor de la Iglesia. Comentario al Evangelio de Juan, Libro 2: PG 73, 191-194



jueves, 16 de enero de 2014

La belleza de los santos




Para abordar este tema, en el marco más o menos polémico en que se presenta hoy día (en torno a la discusión sobre el libro y la película Códigoda Vinci), debemos partir de dos premisas. La primera, de importancia esencial, es tener en cuenta que el cuerpo desempeña un papel central e insustituible para la vida de fe. El cristianismo no es una religión, filosofía o visión del mundo espiritualista. Es decir, el cuerpo representa un rol fundamental. Sin el cuerpo no hay cristiano, es más: no hay cristianismo. A la vez, el cuerpo en el conjunto de la persona tiene sus reglas, su autonomía y sus límites, con los que hay que contar.

La segunda premisa es más circunstancial. Sabemos que una imagen vale más que muchas palabras. Si tenemos en nuestra retina la escena de Silas flagelándose, no entenderemos nada. Silas, el sicario-asesino con apariencia externa de especie de monje, en las secuencias del Código da Vinci no hace mortificación corporal sino masoquismo. La mortificación tiene un motivo más allá de sí misma, y además un motivo bueno, de lo contrario no es mortificación cristiana. En el Cristianismo la mortificación no busca el dolor por el dolor. En este sentido, para entender la mortificación del cuerpo hay que ponerla junto a la imagen de un santo: cuadra con la sonrisa de Juan Pablo II o con la paz de Teresa de Calcuta en medio de los más pobres entre los pobres.

Valoradas ambas premisas, si entramos en el fondo del asunto, encontramos que la mortificación del cuerpo responde fundamentalmente a dos motivaciones: el autocontrol o dominio de sí mismo y el embellecimiento de la persona.

1. El cuerpo manifiesta a la persona y es el cauce para expresar sus sentimientos, su libertad y su amor. La persona es su cuerpo, pero no solo su cuerpo. El mundo interior de cada persona no está hecho de tejidos y líquidos, sino de pensamientos, amores y sentimientos. Por eso ya decían los griegos que el hombre es en cierto modo todas las cosas, un microcosmos, un mundo. En la persona humana existe el nivel biológico, pero también el psicológico y el espiritual. Aunque la persona es una unidad, observamos en nuestra vida la existencia de fuerzas o tensiones diversas que nos conducen a distintos objetivos y que es preciso controlar e integrar en la unidad personal. Por ejemplo, me apetece fumar (el cuerpo me lo pide) pero sé (aquí aparece la inteligencia) que no me conviene o que está prohibido y me pueden multar, por lo que decido fumar o no e impongo esta decisión a mi actuar (esto sería la voluntad).

Para controlar y dirigir todas las fuerzas o tensiones que aparecen en mi vida, para que se integren en torno a mi identidad personal de manera armoniosa, es preciso educar la inteligencia y fortalecer la voluntad. Aquí la mortificación se demuestra necesaria.

Conseguir el auto-dominio o señorío sobre mi cuerpo precisa de la mortificación, que puede describirse como negación voluntaria de una apetencia (me apetece fumar pero no fumo), o afirmación voluntaria de algo que no me apetece (no me apetece comer esto porque no me gusta, pero es lo que hay y me lo como; no me apetece ponerme a estudiar o trabajar, pero me pongo; no me apetece levantarme, pero me levanto). La mortificación del cuerpo es un acto libre forjado por una decisión de la voluntad, informada por la inteligencia (que proporciona el motivo de esa decisión), que contraría las apetencias o gustos del cuerpo en un acto determinado.

Ahora bien, ¿por qué necesito controlar mi cuerpo?, o mejor ¿para qué busco controlar mi cuerpo? Los motivos pueden ser muy variados, como por ejemplo la educación o cortesía humana. Así, debo mortificar mi cuerpo para no llevar a cabo actitudes que disturben la paz y la convivencia próxima.

Entre las muchas razones que llevan a mortificar o sujetar -si se quiere,reprimir- el cuerpo, pienso que la fundamental es la petición al cuerpo de un servicio a la persona por encima de sus posibilidades iniciales u ordinarias. Me explico con algunos ejemplos. En el mundo en que vivimos, sobre todo en las sociedades avanzadas, solemos mortificar el cuerpo principalmente en relación con el trabajo profesional. Soportando frío o calor (especialmente las personas que trabajan a la intemperie); superando el cansancio y el sueño (casi universalmente cada mañana al levantarse -¿a quién no le pide el cuerpo quedarse un buen rato más en la cama, todos o casi todos los días?-; en los trabajos de atención directa al público no me puedo permitir poner mala cara y omitir la sonrisa, aunque realmente el cuerpo pida enfadarse o simplemente pasar de alguien o algo), ¡cuántos proyectos nos llevan más allá de nuestras fuerzas y exigen mortificar el cuerpo!, en períodos determinados o para determinados trabajos siempre.

Por supuesto, también debo mortificar mi cuerpo para cumplir otros deberes, especialmente con la familia o con los amigos. Prácticamente cada día debo mortificar mi cuerpo y sus apetencias, a favor de los requerimientos de otros: el padre y la madre entre ellos y respecto a sus hijos pequeños; los novios; los amigos; los vecinos. No estamos solos en el mundo, la relación con los demás lleva muchas veces a poner sus cosas antes que las nuestras y, por tanto, mortificar los gustos propios. En caso contrario, en poco tiempo llegaremos a encontrarnos realmente solos.

Hoy quizá la mortificación corporal más severa se exige a los deportistas. Deben vivir rozando y superando el límite de las posibilidades del cuerpo humano. Para ello necesitan mortificar el cuerpo hasta la extenuación en su vida diaria de entrenamiento; además deben seguir una dieta rigurosa, sin permitirse excesos ni caprichos; un horario estable y regular que limite la diversión. Es algo voluntario, pero que exige mucha mortificación: piénsese en las discusiones y críticas -a veces con fundamento- sobre si Ronaldo está gordo o no, o si los futbolistas deben salir por la noche o no. Aunque el caso de los futbolistas es un poco especial. Si pensamos en ciclistas, tenistas, nadadores, atletas, montañistas o gimnastas no nos quedará duda de la dureza de su vida: del entrenamiento y de la competición. 

Con los deportistas profesionales, a veces justificamos todo ese esfuerzo en que ellos son los mejores o representan la excelencia de la humanidad. En este sentido estos personajes de élite son unos elegidos para la gloria y por tanto se les puede pedir e incluso exigir todo ese sometimiento o mortificación del cuerpo, mientras los demás contemplamos esas maravillas desde nuestro sillón de la tele. Pero según el cristianismo todos hemos sido elegidos para la gloria, por tanto cada persona singular es tratada por Dios como su mejor hijo, como si fuera el único.

Conectamos así con el tema que nos ocupa. La mortificación corporal cristiana se puede encuadrar dentro de este sentido de ejercicio o entrenamiento para controlar el cuerpo, con idea de disponerlo al servicio de Dios y de los demás. En la sociedad en que vivimos, tiene sentido mortificar el cuerpo para controlar sus fuerzas e integrarlas hacia la ejecución de un proyecto laboral, la realización de tareas o deberes en relación con los demás, el logro de unas metas deportivas, etc. Sin embargo, a algunos les puede extrañar la mortificación del cuerpo para conseguir un objetivo espiritual, religioso. La renuncia a un gusto sensible o material, para apreciar con mayor soltura un valor espiritual. Es curioso, aunque explicable por el materialismo práctico de nuestra cultura.

La vida cristiana enseña que el ideal de amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a uno mismo, no sale solo y necesita de la implicación personal, de la lucha y el esfuerzo. Ahí aparece la necesidad de la mortificación del cuerpo, para involucrarle por completo en la íntima unidad de la persona y así pueda dar lo mejor de sí mismo.

No sólo porque existen tendencias desordenadas que conducen la persona a su propia ruina, y que es preciso controlar. El deseo de satisfacción y de goce, desordenado por el pecado, lleva a cosas que, si las hiciéramos, nos apartarían de la paz interior y de la comunión con Dios. Por ejemplo, el apetito desordenado por la comida o la bebida, la envidia, la crítica o intolerancia con alguna persona (familiar, amigo, vecino o compañero), la pereza ante los propios deberes, etc. Sino también porque la excelencia del ideal cristiano (amar con todas las fuerzas y todas las obras), conlleva la práctica intensa de la virtud (la caridad y todas las demás), lo cual no es posible sin imponerse cosas, por así decir, desagradables, que nos restan comodidad y reposo para obligarnos al compromiso y al trabajo por los demás. Para poder avanzar en la vida cristiana, hay que mortificarse. Como sucede en muchos aspectos de la vida humana (el deporte, el trabajo o la carrera profesional, la estética personal, etc.). Cambia la motivación: el amor a Dios y a las demás personas.

2. Pero pasemos al segundo punto. Me parece que el otro motivo fundamental de la mortificación corporal es el adorno del cuerpo, o si queremos el cuerpo como adorno. Con dos precisiones. Hablamos de adorno no en el sentido de algo bonito pero superfluo, sino como algo esencial o trascendental, es decir, como belleza. Por otro lado, subrayamos que la belleza del cuerpo expresa y es parte de la belleza de la persona. De ahí que siempre sea una belleza individual y singular, propia de cada persona, que huye de la uniformidad y la uniformación de criterios generales.

Pues bien, para conseguir la belleza del cuerpo o en el cuerpo también se precisa la mortificación corporal. Sin duda el cuerpo danone se consigue tomando muchos yogures, pero a la vez dejando de tomar muchas otras cosas, ricas y sabrosas, que reclaman la atención y el gusto, pero a las que es preciso responder con un exigente “no”.

En ocasiones, la belleza estética requiere una mortificación corporal más específica. Aquí entra el campo de las operaciones quirúrgicas, sin duda violentas e invasivas pero de aceptables resultados en algunas ocasiones, estilo liposucción, estiramientos faciales, nariz, etc. De nuevo tenemos una mortificación del cuerpo, pero por un motivo que trasciende y supera el sacrificio: la belleza del cuerpo.

En este ámbito entra también todo el tema de las exigencias de la moda, respecto a la incomodidad (determinados tacones no son lo mejor ni para el pie ni para el caminante, pero la belleza justifica esa mortificación), al frío o al calor; o de la costumbre (no se puede olvidar el llanto de una niña pequeña al abrirle un agujerito en las orejas). En este contexto, quizá un punto especial merece el adorno del cuerpo mediante el piercing, el tatuaje, etc.

Para el cristiano el adorno del cuerpo, el cuerpo como adorno y manifestación de la persona es fundamental. Ese adorno se manifiesta en la sonrisa, en el esfuerzo a veces heroico por el otro (entre los esposos o entre amigos; el padre o la madre por sus hijos), en el compartir la pobreza con el pobre y la enfermedad con el enfermo, etc. Como se ve es un adorno de la persona, manifestado de modos visibles (lo que siempre se han llamado obras de misericordia corporales. Pero como se trata de un cuerpo animado por el espíritu, por el alma, en la unidad de la persona el adorno también es espiritual: el adorno del cuerpo pobre o enfermo es el amor solidario de ese cuerpo, de esa persona.

Principalmente en este sentido de adorno y belleza espiritual del cuerpo, se ha entendido la mortificación corporal del cristiano. Y también directamente relacionada con la Pasión de Jesucristo. Se trata de adornar el cuerpo en correspondencia a Jesucristo Crucificado. El empleo tradicional en la Iglesia de prácticas de penitencia corporal como el cilicio o -en el caso que nos ocupa- las disciplinas, va unido a ese adornar el cuerpo espiritualmente con los sufrimientos y las llagas de Cristo, compartiendo en nuestro cuerpo los dolores de Jesús.

Para comprender esto es preciso intentar entender el sacrificio de Cristo. Sólo así puede haber tolerancia y respeto hacia el cristiano. Probablemente para nuestra sociedad, este es el aspecto de la mortificación corporal que más nos cuesta comprender. Quizá porque la disciplina o el cilicio se ve como castigo al cuerpo.

Cristo sufre una violencia brutal por parte de los soldados y del pueblo. El prendimiento, los insultos, la flagelación, la corona de espinas, el camino de la cruz y la crucifixión. Pero esta descripción no explica casi nada de la realidad profunda que ahí está sucediendo.

La realidad que acontece es que Cristo transforma la violencia brutal de la humanidad a lo largo de la Historia en el amor total de Dios y de los hombres. Cristo no sufre sin más la violencia de un condenado a muerte, sino que Él que es dueño de su vida, la ofrece, y la ofrece por amor a la humanidad, a los pecadores, a los marginados, a los pobres. Por eso el Crucificado adorna: expresa a través de su cuerpo mortificado la corona del amor desinteresado y total por Dios y por los demás.

Cristo sufre porque quiere, y quiere porque con su sufrimiento se une a cada persona que sufre, la acompaña, la sostiene, le da esperanza. No se puede pedir al cristiano que renuncie a la cruz (“la señal del cristiano es la santa cruz”), ni que renuncie al crucifijo.

El sufrimiento del cristiano, y dentro de él, la mortificación corporal, es la manifestación de una realidad más profunda: su solidaridad y cercanía con el sufrimiento de todos los hombres y de cada hombre a lo largo de la Historia y de su vida. No es un castigo al cuerpo, como si éste fuera malo o despreciable, sino todo lo contrario. Es un adorno del cuerpo que hace más bella a la persona, ya que expresa en su carne el amor solidario y la unión con Cristo y con la humanidad sufriente, necesitada, marginada, olvidada.

No es obligatorio tener un cuerpo danone, ni ir a la moda aunque sea incómoda, ni llevar un piercing o hacerse tatuar, como tampoco es obligatorio utilizar la mortificación corporal del cilicio o las disciplinas.

Tampoco esos son los únicos medios para adornar el cuerpo. Pero sí que son unos medios, utilizados por muchos hoy como ayer, que han probado su eficacia para llegar a una particular belleza. Ahí tenemos sobre todo el ejemplo de Cristo y de tantos mártires. Y también el ejemplo de la vida y obra de tantos santos. No es fácil dedicar la vida a Dios y a los demás, antes y por encima de lo que puede apetecer al propio yo: cuidar y vivir entre los más pobres entre los pobres, no sólo un día, sino un día y otro, la vida entera; etc.

¿Por qué estigmatizar a nadie o juzgar a priori, con un cierto grado de intolerancia? Mejor tratemos de comprender las razones que puede tener cada uno para vivir y actuar a su manera. Entre todos, cada uno procurando ser mejor personalmente, haremos una civilización y un mundo mejor.

 
Autor: Pablo Marti del Moral es Doctor en Teología por la Pontificia Università della Santa Croce.

miércoles, 15 de enero de 2014

Orar en cuerpo y alma



Hay cosas que no comprendemos. Sólo podemos acercarnos a ellas con fe. Y con amor. ¿Por qué Jesucristo murió en una cruz? ¿Fue necesaria esta horrible pasión para liberarnos de nuestras oscuridades interiores? Desde luego que no. Dios habría podido perdonar nuestros pecados de mil maneras distintas – o simplemente no perdonarlos. Probablemente, ha elegido la más impresionante de todas, aquella que manifiesta más claramente la locura de su gran amor: se ha hecho hombre –uno de nosotros–, y ha compartido las alegrías y durezas de nuestra vida hasta el final. A pesar de su omnipotencia eterna, se dejó –¡libremente!– humillar, flagelar, escupir, ridiculizar, coronar de espinas y clavar en un madero. ¿Por qué? Quizá para mostrarnos que es capaz de hacer “todo” por nosotros, como un amigo que muere para salvar al otro. Y para convencernos –una vez por todas– que tenemos un inmenso valor: nuestro destino no es indiferente a Dios. Misterio de amor, sobreabundancia de generosidad.

¿Esto quiere decir que los cristianos tenemos que vivir ahora de un modo severo y riguroso? ¿Que no debemos disfrutar de las cosas buenas de la vida? ¡Todo lo contrario! Cristo ha muerto para que nosotros vivamos; ha sufrido para que nosotros seamos felices; ha roto nuestras cadenas para que anunciemos su reino de libertad. La obra de salvación debería reflejarse en el rostro, en la mirada, en la sonrisa y la risa, en la serenidad y la fortaleza, en la comprensión y la amistad, en el ánimo sincero, solidario y generoso de los “liberados”.

Quien experimenta que es profundamente aceptado y amado, no puede más que transmitir el amor con alegría. Y quiere estar cada vez más cerca al amor de su vida. Lo advertimos en el amor humano, a veces con una claridad que nos hace temblar. Pensemos, por ejemplo, en las mujeres alemanas que acompañaron voluntariamente a sus marido judíos a los campos de concentración nazi. O en aquella madre que se acostumbró a cerrar los ojos durante casi todo el día, para percibir el mundo del mismo modo que su hijo ciego.

Algo parecido ocurre en el amor a Cristo. Los cristianos quieren compartir su destino. ¿No es verdad que dos personas se unen más fuertemente cuando llevan juntas un gran dolor, que cuando celebran juntas una maravillosa fiesta? Por esto, los cristianos quieren estar también en la cruz, y no tienen reparos en subir libremente al monte Calvario. ¿Cómo lo hacen? Tratan de aceptar, con ánimo, los múltiples problemas de la vida diaria; los utilizan como el material del que fabrican una cruz, “su cruz”, aquella para la que Cristo les considera preparados, y la que lleva con ellos. Como es sabido, Dios suele actuar así con sus amigos.

Sin embargo, quien ama, es capaz de “excederse”, de cometer locuras. Los cristianos quieren identificarse cada vez más plenamente con el amado, que se dejó –¡libremente!– crucificar. Por esto, buscan, según una larga tradición, también libremente “mortificaciones corporales”, como son el ayuno o una peregrinación austera y tantas otras. Lo que aman, por supuesto, no es la cruz en sí, sino al Crucificado. No quieren tener las cosas mejor que Él. Si la gente ha flagelado y escupido a Cristo, no desean que a ellos les den honores. No quieren vivir en comodidad y aburguesamiento, sino con Él y como Él. Este es el primer aspecto, el más importante, de la “mortificación corporal”.

Hay también otro, que tiene que ver con nuestra naturaleza: somos cuerpo y alma. Todas nuestras actividades espirituales se encuentran profundamente unidas a nuestra vida sensible. Además, nuestra naturaleza humana está debilitada por el pecado. Hay desorden y tentaciones. Oponerse a la realidad y pretender contradecir los movimientos de la naturaleza, resulta del todo inútil. Una empresa con este fin conduciría únicamente a la rigidez de un estoicismo inhumano. Pero sería igualmente erróneo ceder ante todos los deseos y olvidar la realidad que vive cada uno. Lo más conveniente es aceptarse como uno es. Cuando hay algo en el corazón que contradice al amor, necesitamos sinceridad para reconocer nuestros sentimientos, y no ocultarlos o simplemente reprimirlos; ello sólo conduciría a una actitud convulsiva.

Un cristiano quiere limpiar su “casa interior”, cada día de nuevo, para que Dios pueda habitar cada vez más hondamente en ella. Es el otro aspecto de la “mortificación corporal” que, por cierto, es una expresión poco feliz: no se trata de “matar” nada ni a nadie, sino de ordenar las pasiones y educar los sentidos. Es importante que cada uno encuentre su propio modo de actuar, que le ayude a crecer en el amor y, de paso, a vencer las tentaciones. No hace falta que todos hagan lo mismo. Cada época tiene su estilo particular, su mentalidad, sus costumbres y formas.

Aunque es, ciertamente, más importante la lucha interior, no deberíamos despreciar la exterior que puede prepararnos a ella. Tal vez, el recto significado de la “mortificación corporal” fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. Por eso, hoy en día, la “mortificación” es rechazada por amplios sectores de la sociedad. Pero no se trata de que, debido a algunas exageraciones conocidas, se renuncie a todo tipo de vida ascética; más bien, la ascética debe vivirse en forma inteligente, prudente y oportuna. El poner orden en el caos interior que, a veces, tenemos, puede lograrse por amor a Dios, sin miedo ni escrúpulos ni formalismos, con mucha confianza y una gran libertad, y con un corazón generoso. Es una forma de rezar: orar en cuerpo y alma.

Si la lucha es sincera, conduce a un encuentro más personal con Cristo. A través de ella, no se busca la propia perfección, sino el amor de Dios. No debemos conducirnos por miedo de “no hacer nada malo”, y de no caer jamás. Lo decisivo es el valor de levantarse una y otra vez. Dios nos es más suave y más grato cuando elevamos a Él nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros ascéticos y nuestra perfección moral.

Si la lucha es humilde, se ensancha nuestro corazón. El mismo Dios, que quiere habitar en nosotros, nos hace participar no sólo en su cruz, sino también en su resurrección. Nos da la fuerza de superar nuestras rigideces y estrecheces, y nuestra ceguera para ver la indigencia de los demás. Y nos da la luz para ver los propios límites y la gran necesidad que tenemos de los otros. En una palabra, nos hace capaz de amar de verdad.

Autor: Jutta Burggraf es Doctora en Teología por la Universidad de Navarra.

martes, 14 de enero de 2014

¿Qué actitud mostró Jesús ante las practicas penitenciales?



Como en otras religiones, las prácticas penitenciales estaban arraigadas en el pueblo de Israel. La oración, la limosna, el ayuno, la ceniza sobre la cabeza, el vestido de un tejido tosco y áspero, llamado vestido de saco, eran algunos de los muchos modos que tenían los israelitas de mostrar su deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios (cf. Tb 12,8; Is 58,5; Jl 2,12-13; Dn 9,3 etc.). Jesús, que, como unánimemente señalan historiadores y estudiosos de la Escritura, centró el contenido de su predicación en el Reino de Dios, exige también la conversión como parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

La conversión, la penitencia, a la que Jesús llama significa el cambio profundo de corazón. Pero también significa cambiar la vida en coherencia con ese cambio de corazón y dar un fruto digno de penitencia (Mt 3,8). Es decir, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos. De hecho, Jesús quiso mostrar con su vida penitente que Reino de Dios y penitencia no se pueden separar. Practicó el ayuno (Mt 4,2), renunció a la comodidad de un lugar estable donde reposar (Mt 8,20), pasó noches enteras en oración (Lc 6,12) y, sobre todo, entregó voluntariamente su vida en la cruz.

Los primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus enseñanzas, entendieron que seguir a Cristo implicaba imitar sus actitudes. San Lucas es el evangelista que más subraya cómo el cristiano debe vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada día, como Jesús había pedido a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23).

De este modo, los primeros cristianos continuaron acudiendo al templo a rezar (Hch 3,1) y siguieron practicando las obras de penitencia, como por ejemplo el ayuno (Hch 13,2-3), si bien en conformidad con la enseñanza de Jesús: «Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6,16-18).

Sin embargo, a la luz del valor de la muerte de Cristo en la cruz, por la que los hombres son redimidos de sus pecados, los cristianos entendieron que las prácticas penitenciales, sobre todo el ayuno, la oración y la limosna, y cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban a la conversión sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como medio de participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con él. Así se encuentra en los escritos de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue viviendo en la Iglesia.
 

Autor: Juan Chapa es Doctor en Teología por la Universidad de Navarra.

lunes, 13 de enero de 2014

Imitar a Cristo




“Dios es Amor”, afirma San Juan en su primera carta; y continúa: “En esto se demostró entre nosotros el Amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”.

La gran manifestación del infinito amor de Dios por el hombre, por cada una y cada unol, es la pasión y muerte de Jesucristo en la Cruz.

Es propio de una persona enamorada y agradecida devolver amor por amor; y el amor se manifiesta con palabras y con obras. Cuanto mayor es el amor, más encendidas son las palabras y más generosas y sacrificadaslas obras.

Por eso, los cristianos enamorados de todos los tiempos se han esforzado por manifestar su amor a Dios con las palabras (oración) y los hechos (sacrificio), respondiendo así al amor de Dios manifestado en su Palabra (predicación, evangelio, enseñanza) y su Sacrificio en la Cruz.

Pero también es propio de personas enamoradas querer parecerse al máximo a la persona amada, seguir de cerca sus pasos, responder de la misma forma que el otro lo ha hecho, en la medida de lo posible.

Por eso, desde el inicio del cristianismo, lo enamorados de Cristo se decantaron por aquellos sacrificios que se acercaban más al mismo sacrificio de Cristo: al ayuno de Jesús respondieron con ayuno y abstinencia; a su no tener “donde reclinar la cabeza” con vigilias, dormir en el suelo o sobre lechos y cabezales duros; a su flagelación, con flagelación (disciplinas); a su coronación de espinas, con cinturones de pinchos o similares (cilicios); a su “via crucis”, cargando con una cruz (nazarenos), etc.

Todo ello con generosidad de enamorados, y con la humildad y la prudencia del que sabe que debe hasta su misma vida a ese amor de Jesús: por eso, a los mismos que imitaron e imitan flagelación, coronación de espinas o “via crucis”, no se les ocurrió ni se les ocurre (salvo pocos exaltados, siempre reprobados por la Iglesia) clavarse en una cruz con clavos de verdad, o poner en peligro su vida y su salud llevando al extremo esas mortificaciones corporales.

Ha habido muchos mártires, orgullosos de ser torturados y asesinados porJesucristo como Él murió por nosotros; pero ningún santo ha muerto o se ha puesto en peligro de muerte por usar voluntariamente cilicios o disciplinas, o por ayunar (a diferencia, por ejemplo, de algunos huelguistas de hambre).

Un significativo botón de muestra: uno de los santos más austeros y mortificados de toda la historia, modelo de enteras generaciones de penitentes, San Antonio Abad, murió con 105 años de edad, en una época en que la esperanza de vida apenas superaba los 20 años.

El amor de Dios y a Dios es, pues, la razón más profunda y decisiva de cualquier tipo de sacrificio cristiano. Un amor que incluye la conciencia de los propios pecados y miserias, y que busca el perdón de Aquél que fue flagelado, coronado de espinas y crucificado, para perdonarnos de esos mismos pecados. Un amor que quiere acompañar, aunque sea modestamente, el dolor de la persona amada: el dolor purificador del que cargó con los pecados de todos los hombres.

Pero el Sacrificio de Jesús culmina en su Resurrección, en la Gloria, en el Cielo, en la Felicidad total, definitiva y eterna.

La mortificación, el cilicio y la disciplina, son un medio, un camino, no un fin: el sacrificio por amor culmina en un amor pleno, sin ningún atisbo de dolor o tristeza: en Dios mismo, que es Amor, Alegría, Gozo, Felicidad, Gloria. 
 

Autor: Javier Sesé

viernes, 10 de enero de 2014

Este es mi Hijo





Juan bautiza, Jesús se acerca. Él mismo viene a santificar a aquel por quien es bautizado. Viene a sumergir en las aguas al viejo Adán, y por esto y antes que esto, consagra las aguas del Jordán. Él que es Espíritu y carne quiere perfeccionar al hombre por el agua y el Espíritu (Jn 3,4).

    Juan Bautista rehúsa bautizar a Jesús y éste insiste. “Soy yo quien tengo que ser bautizado por ti” dice la lámpara al sol (Jn 5,35), el amigo al Esposo (Jn 3,29), el más grande entre los nacidos de mujer al Primogénito de toda la creación. (Mt 11,11; Col 1,15). El que había saltado en el seno de su madre dice al que había sido adorado en el seno de su madre, el precursor dice al que acaba de manifestarse y que se manifestará al final de los tiempos: "soy yo quien necesito ser bautizado por ti".  Podría añadir: "dando mi vida por ti"; en efecto, sabía que recibiría el bautismo del martirio…

    Jesús sube de las aguas llevando consigo en esta subida al universo entero. Ve los cielos abiertos, estos cielos que en otro tiempo Adán cerró para él y los suyos, este paraíso que estaba como borrado por la espada de fuego. (Gn 3,24) El Espíritu da testimonio de la divinidad de Cristo. Y una voz se oye desde el cielo, ya que viene del cielo aquel del que da testimonio la voz. Y aparece una paloma ante los ojos de carne para honrar nuestra carne divinizada.  


Autor: San Gregorio Nacianceno (c. 330-390), obispo y doctor de la Iglesia. Sermón 39; para la fiesta de la luz; PG 36, 359