martes, 26 de mayo de 2015

Don de la Fortaleza. Él viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad




El objetivo de este artículo es tratar de examinar el correcto comportamiento y la mejor actitud que el confesor debe adoptar con algunas categorías de penitentes. Parece oportuno considerar a dichas categorías por separado, ya que necesitan de un tratamiento particular, por las delicadas circunstancias en las que viven. Son las siguientes:


Los niños y adolescentes

El confesor ha de tratar de acoger a los niños y adolescentes con la sonrisa en los labios y con un comportamiento benévolo para entrar en un clima de confianza.

Ha de usar palabras sencillas y fáciles, accesibles a su edad y si se sirve de algún término difícil, relativo a la confesión o a la verdad de la fe, hay que explicarlo.

Es bueno que ayude a los niños y adolescentes a acusarse de los pecados que acostumbran cometer y, si lo considera oportuno, pregunte si han cometido otro pecado grave o leve.

Hay que ser muy prudente en plantear preguntas en el campo de la pureza: se ha de tocar el tema solamente si se encuentra en lo dicho motivos y, de hacerlo, ha de ser en términos muy genéricos. Para entrar en cosas particulares se debe cerciorar de que el penitente es capaz de comprenderlos y, si lo considera oportuno, se pueden dar las primeras explicaciones sobre el sexo.

Terminar preparando al penitente al dolor y al propósito de enmienda, y exhortarlo a confesarse frecuentemente.


Los divorciados

Entre los casos difíciles de una particular categoría de penitentes se encuentran los divorciados, a los que se añaden los casados sólo civilmente y los que conviven (cf. C.E.C. 1650-1651 y 2386-2391).

En estos casos, el confesor no debe inmediatamente y siempre negar la absolución, sino que antes ha de ponderar con sumo cuidado la situación del individuo, tratando de ser lo más comprensivo posible, aunque siempre en los límites fijados por las enseñanzas de la Iglesia.

Los penitentes que desean vivir en la gracia de Dios y no pueden separarse de la compañera/o por deberes naturales surgidos después de la unión (edad avanzada o enfermedad de uno o sendos, la presencia de hijos necesitados de ayuda y de educación), podrán acercarse a la Santa Comunión si realmente se arrepienten de sus pecados y tienen el firme propósito de evitarlos en el futuro, viviendo con la compañera/el compañero como hermano y hermana.



Si recaen en el pecado, deben volver a confesarse, con las debidas disposiciones de espíritu.

¿Acaso no es éste también el comportamiento con los casados que muy a menudo cumplen el acto conyugal evitando la concepción? Así como es posible dar la absolución a éstos últimos -aunque reincidentes, pero siempre que tengan un verdadero arrepentimiento y un firme propósito, e invitándolos a confesarse de nuevo si siguen pecando- es posible hacerlo con los divorciados:

En la medida de lo posible, el confesor enseñe a estos penitentes el deber y el camino para sanar su situación irregular.

Un/a divorciado/a que convive o que se ha casado por lo civil puede intentar pedir al competente Tribunal Eclesiástico la declaración de nulidad del anterior matrimonio religioso suyo o de ambos. Se trata de tener un poco de buena voluntad y mucha paciencia.

Una persona libre que convive con otra, también libre, puede iniciar los trámites para la celebración del matrimonio religioso. Lo mismo ha de decirse de dos personas libres que se han casado sólo por lo civil.


Los homosexuales

Los homosexuales y todos aquéllos que tienen tendencias hacia anomalías sexuales constituyen una particular categoría de penitentes hacia quienes el confesor tiene que tener respeto, compasión y delicadeza, como para con todos. Al respecto, hay que evitar cualquier forma de injusta discriminación. Muy a menudo esas anomalías no dependen de los individuos, sino de la naturaleza humana recibida en suerte y revelan un fondo patológico especialmente en las formas más graves que conducen a perversiones sexuales. Como todos los demás fieles normales, ellos tienen que llevar la cruz de su concupiscencia, luchar en contra del mal para mantenerse castos y conquistar el Reino de los Cielos (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, "La solicitud pastoral de las personas homosexuales", 1986; C.E.C 2357-2359).

El confesor debe usar bondad, caridad y comprensión hacia estos penitentes e indicarles los medios ordinarios naturales y sobrenaturales (especialmente la confesión frecuente), para que puedan vencer las tentaciones, evitando de manera particular las ocasiones próximas de pecado). Para la absolución, el confesor de tener en cuenta las reglas generales y pastoralmente los ayudará a profundizar y a vivir más intensamente su vida espiritual, donde encontrarán la fuerza para superar sus dificultades.


Penitentes que no se confiesan desde hace tiempo

Cuando acude a confesarse alguien que no se confiesa desde hace mucho tiempo, ante todo el sacerdote no ha de asombrarse, sino que con caridad y paciencia, empiece a dialogar preguntando el porqué de su decisión a confesarse justamente ese día. De las respuestas logrará entender si el penitente se siente impulsado por una verdadera conversión, o si pretende cumplir con una ceremonia piadosa con ocasión de una circunstancia particular: el matrimonio, la muerte de un ser querido, la primera Comunión o Confirmación del hijo, sus bodas de plata, etc.

Si el Confesor se percata de que el penitente tiene serias intenciones, pregunte si desea empezar la acusación de los pecados o si prefiere que le ayude. Si por el conjunto de la acusación de los pecados el confesor piensa que la confesión no ha sido total y completa, por deber de caridad ha de tratar que se complete planteando las preguntas que considere más oportunas.

Por último, es bueno que ayude al penitente a que se prepare al dolor y al propósito de enmienda, poniendo una penitencia mayor, por el tiempo transcurrido sin acercarse al Sacramento de la Reconciliación como exhortándolo a confesarse más a menudo.

Casos particulares Muy a menudo se acercan al confesionario enfermos psíquicos, personas psicológicamente agotadas, deprimidas, etc. Con estas personas el confesor ha de tener mucha bondad y, sobre todo, tiene que armarse de una santa paciencia, recordando que a veces se acercan a la confesión más para escuchar una palabra de consuelo que para recibir un sacramento. Es difícil establecer el grado de responsabilidad de estos enfermos, y en estos casos es preciso tener presente la relación enfermedad psíquica-pecado: para que haya un verdadero pecado mortal no basta la materia grave, sino que se requiere, sobre todo, la plena advertencia y el deliberado consentimiento, elementos indispensables que, muy a menudo, faltan del todo o están presentes a medias. El confesor preste atención en no ver como endemoniados a ciertos sujetos que en realidad otra cosa no son sino casos patológicos, necesitados de tratamientos psíquicos o psiquiátricos.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En las catequesis precedentes hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor: Él viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de fortaleza.

Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4, 3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 4-8). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.

Hay también momentos difíciles y situaciones extremas en las que el don de fortaleza se manifiesta de modo extraordinario, ejemplar. Es el caso de quienes deben afrontar experiencias particularmente duras y dolorosas, que revolucionan su vida y la de sus seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de numerosos hermanos y hermanas que no dudaron en entregar la propia vida, con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio. También hoy no faltan cristianos que en muchas partes del mundo siguen celebrando y testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten incluso cuando saben que ello puede comportar un precio muy alto. También nosotros, todos nosotros, conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, numerosos dolores. Pero, pensemos en esos hombres, en esas mujeres que tienen una vida difícil, que luchan por sacar adelante la familia, educar a los hijos: hacen todo esto porque está el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos hombres y mujeres —nosotros no conocemos sus nombres— que honran a nuestro pueblo, honran a nuestra Iglesia, porque son fuertes: fuertes al llevar adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe. Estos hermanos y hermanas nuestros son santos, santos en la cotidianidad, santos ocultos en medio de nosotros: tienen el don de fortaleza para llevar adelante su deber de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos. ¡Son muchos! Demos gracias al Señor por estos cristianos que viven una santidad oculta: es el Espíritu Santo que tienen dentro quien les conduce. Y nos hará bien pensar en esta gente: si ellos hacen todo esto, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien también pedir al Señor que nos dé el don de fortaleza.

No hay que pensar que el don de fortaleza es necesario sólo en algunas ocasiones o situaciones especiales. Este don debe constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, en el ritmo ordinario de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, todos los días de la vida cotidiana debemos ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra fe. El apóstol Pablo dijo una frase que nos hará bien escuchar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Cuando afrontamos la vida ordinaria, cuando llegan las dificultades, recordemos esto: «Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza». El Señor da la fuerza, siempre, no permite que nos falte. El Señor no nos prueba más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».

Queridos amigos, a veces podemos ser tentados de dejarnos llevar por la pereza o, peor aún, por el desaliento, sobre todo ante las fatigas y las pruebas de la vida. En estos casos, no nos desanimemos, invoquemos al Espíritu Santo, para que con el don de fortaleza dirija nuestro corazón y comunique nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús.

Autor: SS Papa Francisco | Fuente: vatican.va

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