lunes, 29 de febrero de 2016

¿Qué dice la moral del desnudo en el arte?




1. La desnudez en sí misma

La desnudez no es en sí una cosa inmoral: Dios, después de haber formado el cuerpo humano, lo juzgó muy bueno (Gn 1,31). ¿De dónde viene el posible desorden? Lo tenemos expresado en las dos actitudes sucesivas que leemos en el Génesis:
´Ambos estaban desnudos... sin avergonzarse de ello´ (Gn 2,25).

´Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron una hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores´ (Gn 3,7). ´Te he oído —dice Adán a Dios— en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí. ¿Y quién te ha hecho saber que estabas desnudo?´ (Gn 3,10-11).

La aparición de la vergüenza muestra un cambio de estado en el hombre y la mujer. Ese cambio viene por el pecado original que introduce un desorden en la actividad humana. Ese desorden que queda como secuela del pecado se denomina ´concupiscencia´. La concupiscencia desordenada altera el orden y naturaleza de las cosas; en el plano de la sensualidad y sexualidad ordena el cuerpo al placer venéreo egoísta, alterando el fin de la sexualidad que es la mutua complementariedad esponsal (realizando la doble dimensión de la sexualidad: unitiva y procreativa). La concupiscencia, pues, hace que la tendencia sexual pase de ser ´donación plena de amor´ (sólo posible en el contexto conyugal) a ´posesión egoísta´, convirtiendo al otro (al cuerpo del otro) en objeto de uso en lugar de ser término de donación.

El problema del desnudo en el estado actual de la naturaleza humana (herida por el pecado) es que puede convertirse en ocasión de lo que se denomina ´mirada concupiscente´: la mirada que se posa en el cuerpo como objeto de deseo, integrándolo en la concupiscencia desordenada del corazón. El doble mal que se sigue es, por un lado, el pecado de la persona que mira rebajando el cuerpo a objeto de placer; y la pérdida de la dignidad en la persona que se expone a ser mirada como objeto.

Dentro del matrimonio, en cambio, guarda su dimensión original. Allí el cuerpo desnudo, al manifestarse como es, es decir, mostrar visiblemente la complementariedad sexual, se convierte en palabra (todo gesto es una palabra).

Mostrándose se dicen que se dan, que se complementan, que los dos no son más que uno, como sus cuerpos (dos mitades de un solo ser) lo muestran. En esta esfera, al haber sido sellada por el pacto matrimonial, esta dimensión guarda toda su verdad.

De aquí que el velar el cuerpo (la función del vestido) constituya un callar el tema de la sexualidad ante quien no se debe hablar u ofrecer la sexualidad.

2. La manifestación artística del desnudo

Ha dicho Juan Pablo II en su Catequesis del 6 de mayo de 1981: ´En el decurso de las distintas épocas, desde la antigüedad —y sobre todo, en la gran época del arte clásico griego— existen obras de arte cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez; su contemplación nos permite centrarnos, en cierto modo, en la verdad total del hombre, en la dignidad y belleza —incluso aquella ´suprasensual´— de la masculinidad y feminidad.

Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal del hombre. En contacto con estas obras —que por su contenido no inducen al ´mirar para desear´ tratado en el Sermón de la Montaña—, de alguna forma captamos el significado esponsal del cuerpo, que corresponde y es la medida de la ´pureza del corazón´. Pero hay también producciones artísticas —y quizás más aún reproducciones— que repugnan a la sensibilidad personal del hombre, no por causa de su objeto —pues el cuerpo humano, en sí mismo, tiene siempre su dignidad inalienable— sino por causa de la cualidad o modo en que artísticamente se reproduce, se plasma, o se representa.

Sobre ese modo y cualidad pueden decidir los diversos coeficientes de la obra o de la reproducción artística, como otras múltiples circunstancias, más de naturaleza técnica que artística. Es bien sabido que a través de estos elementos, en cierto sentido, se hace accesible al espectador, al oyente, o al lector, la misma intencionalidad fundamental de la obra de arte o del producto audiovisual. Si nuestra sensibilidad personal reacciona con repugnancia y desaprobación, es porque estamos ante una obra o reproducción que, junto con la objetivación del hombre y de su cuerpo, la intencionalidad fundamental supone una reducción a rango de objeto, de objeto de ´goce´, destinado a la satisfacción de la concupiscencia misma. Esto colisiona con la dignidad del hombre, incluso en el orden intencional del arte y la reproducción´.

Como puede verse, el problema no es en primera instancia el ´objeto material´ representado porque el cuerpo en sí es algo bueno. Se trata de un problema que va al nivel del ´objeto moral´. Ese objeto (el cuerpo desnudo o semidesnudo) está plasmado, o representado o reproducido (este término ´reproducir´ es usado por Juan Pablo II para expresar el arte de la fotografía en contraposición con la pintura y la escultura que más bien representa, interpreta; como puede verse en la Catequesis del 15 de abril de 1981) con una intencionalidad que le infunde el ´artista´ a través de las cualidades o modos en que la reproduce (posturas, enfoques, gestos, realismo, viveza, etcétera). ´Al espectador, invitado por el artista a ver su obra, se le comunica no sólo la objetivación, y por tanto, la nueva ´materialización´ del modelo o de la materia, sino que, al mismo tiempo, se le comunica la verdad del objeto que el autor, en su ´creación´ artística, ha logrado expresar con sus propios medios´ (Cf. Catequesis del 6 de mayo de 1981).



De aquí que:
Cuando esa intencionalidad supone una reducción del cuerpo a rango de objeto de goce, destinado a la satisfacción de la concupiscencia, la imagen atenta contra la dignidad de la persona (de la que es representada y de la que mira) y se inserta en la ´mirada concupiscente´, en la ´pornovisión´ (Cf. Catequesis del 29 de abril de 1981) que Jesucristo equipara con el adulterio del corazón: ´Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón´ (Mt 5,28).

Cuando la obra tiene ese elemento de ´sublimación´ que incluye la cualidad de no inducir al ´mirar para desear´, no parece ofrecer objeciones morales.

Ciertamente que hay una gran diferencia entre las artes que ´representan´ (pintura, escultura) y las que ´reproducen´ (fotografía, cine). Las primeras tienen la cualidad de poder ´sublimar´, ´transfigurar´ el cuerpo. De alguna manera pueden espiritualizarlo y hacer prevalecer en la representación (y por tanto, en la mirada del espectador) el aspecto estético, la belleza, la verdad del cuerpo humano. Las segundas ´reproducen´ el cuerpo vivo y por tanto, están más inmediatamente ligadas a la experiencia del hombre (experiencia herida por la concupiscencia).

Recordemos también, que los problemas no radican sólo en la mayor desnudez de la obra sino en la capacidad de insinuar un mensaje sobre la imaginación.

Recuerdo, por último que la encíclica Humanae Vitae (nº 22) de Pablo VI, subraya la necesidad de ´crear un clima favorable a la educación de la castidad´.

3. Arte y moral

En estos límites que la moral pone a la representación artística, algunos ven una indebida invasión de la moral en el terreno propio del arte. Respecto de esto debo recordar que ´lo bello y lo artístico, como obra humana y destinada al uso humano, entran de lleno en la órbita de las leyes morales. Estas no regulan tanto el arte en sí, como su uso; en otros términos alcanzan directa e inmediatamente al artista, y sólo indirecta o mediatamente, pero no menos urgentemente, también al arte. La independencia del arte no es, por tanto, autonomía absoluta de expresión externa y de divulgación. El arte es independiente en sí mismo, en sus principios y en sus normas o reglas artísticas y formales, pero no lo es en cuanto al uso del mismo´(1).

De aquí los principios morales para nuestro tema(2):
´Es ilícito hacer o exponer una imagen objetivamente obscena´.

´Las imágenes no objetivamente obscenas no son por esto mismo siempre accesibles a todo el público; muchas personas, especialmente las más jóvenes, no tienen todavía el sentimiento artístico necesario para poder apreciar en su justo valor ideal las grandes obras de arte y serán arrastrados fácilmente por el desnudo hacia sentimientos más bajos´.

´En cuanto a las imágenes torpes: ´el concepto de imagen torpe es un concepto objetivo, es decir, que no se ha de juzgar según las disposiciones subjetivas de los espectadores, sino según el contenido de la imagen misma... En la especie de imagen torpe se encuadran todas las imágenes (pinturas, esculturas, fotografías, etc.) que:
se ponen deliberadamente (ex fine operantis, por fin del que hace la obra) al servicio de la impureza, esto es, que han sido hechas por el autor con el fin objetivamente visible de provocar sentimientos deshonestos;
que visto su objeto y el modo de representarlo, causan ordinariamente sentimientos o sensaciones torpes en la generalidad de las personas normales. No son por lo tanto norma ni el autor ni otras personas excepcionalmente habituadas a esta materia, ni por otra parte tampoco personas jóvenes o inexpertas. A esta segunda categoría pertenecen:
las imágenes que representan desnudos de modo provocativo, cuando por su ambiente, arte, color, estilo, etc., no consiguen alejar del pensamiento y del sentimiento las impresiones malas;
imágenes que representan acciones obscenas´.
´Componer una imagen torpe, por ser objetivamente mala, es siempre pecado. En cambio, mirar una imagen torpe no es malo en sí, y es pecado solamente para aquellos que lo hacen con mala intención o que corren el peligro de sufrir sus consecuencias desordenadas´.

Notas
(1) Salvador Canals, El pecado en el cine, en: AA.VV., ´Realidad del pecado´, Rialp, Madrid 1962, p.205.
(2) Cf. Cardenal Francesco Roberti, ´Diccionario de Teología Moral´, Ed. Litúrgica Española, Barcelona 1960, voces: ´desnudez´, ´imagen torpe´.


Autor: Miguel Ángel Fuentes | Fuente: Conoze.com

domingo, 28 de febrero de 2016

El arte de escribir columnas




Escribir puede ser más tedioso que placentero, y el periodismo más una degradación que un deber. Pero escribir una columna regular sobre cualquier tema que se nos ocurra es uno de los grandes privilegios de la vida. Cuando en 1907 le pidieron que redactara un artículo semanal sobre "literatura y vida" para el Evening News, Arnold Bennett comentó que era "la realización de un sueño que he tenido durante mucho tiempo". Cuando a George Orwell le ofrecieron una columna similar en el Tribune, en diciembre de 1943, celebró su deliciosa libertad titulándola "A mi gusto".

He escrito columnas de uno u otro tipo casi toda mi vida profesional. Comencé en 1953, a los veinticuatro años, redactando una columna semanal desde París para el New Statesman (a menudo complementada por otra en Tribune, bajo el seudónimo Guy Henriques, con lo cual provoqué la ira del dirigente socialista francés Guy Mollet, que era blanco de mis críticas. He redactado columnas en el Evening Standard, el Daily Telegraph, el Sun y el Daily Express, en el Catholic Herald y el semanario parisino L´Express, en periódicos de España, Italia y Japón. Durante muchos años escribí un "diario londinense" en el New Statesman, y desde 1980 escribo una columna semanal en el Spectator, de donde está tomada esta selección. En síntesis, sé algo sobre el arte de escribir una columna, aunque todavía hay muchas cosas que ignoro; casi todas las semanas descubro nuevos trucos y estratagemas, y en ocasiones caigo en nuevas trampas.

Una cosa que he aprendido es que la columna es mucho más vieja de lo que se cree. A decir verdad, es anterior al periódico. No me remontaré a la época de los romanos, aunque se podría alegar que ya entonces existían columnistas, en cierto modo. Una fecha de nacimiento más plausible es el siglo dieciséis, con Montaigne como columnista fundador y Francis Bacon como su sucesor. Claro que eran ensayos, no columnas, y no respondían a una longitud fija ni estaban destinados a la publicación inmediata. Montaigne comenzó sus Essais como una compilación de reflexiones personales, y sólo años más tarde, en 1580, los mandó imprimir como compilación. Los Essays y Apothegms de Bacon tuvieron un origen similar. Pero ambos redactaban columnas en el sentido de que sus reflexiones eran breves y regulares, versaban sobre ciertos temas, estaban presentadas con pulcritud y eran muy legibles, y constituían una satisfactoria mezcla de conocimiento, argumentación, opinión personal y revelación de carácter. Los temas de ambos autores -las calamidades, la educación, el arrepentimiento, la conversación, los pensamientos sobre la muerte (Montaigne); y las riquezas, la juventud y la vejez, la amistad, la ambición, el matrimonio y la soltería (Bacon)- aparecen continuamente en columnas escritas a fines del siglo veinte. Estos dos hombres experimentados e inteligentes abordaron muchos de los principales problemas que preocupaban a la gente en el siglo dieciséis, y que también hoy provocan nuestro interés y desconcierto, y que todavía serán piezas del mobiliario intelectual humano mientras dure nuestra raza. Si hoy pensara escribir una columna sobre la muerte, desde luego echaría un vistazo a lo que dijo Montaigne en su ensayo Pensamientos sobre la muerte y Bacon en Acerca de la muerte. Y si estuviera escribiendo sobre jardinería releería el breve y maravilloso de Bacon Acerca de los jardines. En esos temas fundamentales, nada cambia demasiado en cuatro siglos o, sospecho, en cuatro milenios. Y me gusta pensar que Montaigne y Bacon miran por encima de mi hombro -aunque con expresión desconcertada, irónica e incluso levemente desdeñosa- mientras redacto mi columna ante mi escritorio.

Ya en tiempos de Shakespeare había bien informados caballeros londinenses que escribían columnas regulares sobre la vida en la capital, para informar a la nobleza rural. Pero no se trataba de ensayos reflexivos sino de boletines. El siglo dieciocho vio el nacimiento de la columna. El Spectator de Addison y Steele era un periódico con columnas, al igual que el Rambler, el Adventurery el Idler de Samuel Johnson, el Watchman de Coleridge, que duró sólo diez números, y su Friend, que duró veintiocho. Estos columnistas debían encargarse de imprimir su columna, y de recaudar el dinero de los suscriptores para pagar a la imprenta. Eran los columnistas de la edad heroica. En comparación, los contemporáneos más jóvenes de Coleridge, Charles Lamb y William Hazlitt, tuvieron una vida más fácil, pues entregaban sus artículos a publicaciones regulares y dejaban el engorroso aspecto monetario a cargo de los propietarios. Por otra parte, corrían el riesgo de que sus ensayos o columnas fueran censuradas, recortadas, retenidas o rechazadas. Algunos sostendrán que Lamb no era un columnista, pues sus notas aparecían irregularmente y variaban muchísimo en tamaño, y que Table Talk de Hazlitt fue la primera columna auténtica. Es posible, pero hallo guía e inspiración tanto en Lamb como en Hazlitt, y considero que ambos son mentores de esta gran tradición.

Después de estos pioneros de las dos primeras décadas del siglo diecinueve, cuando Lamb y Hazlitt -y Leigh Hunt- escribieron sus mejores trabajos, los columnistas se multiplican y llegan en rápida sucesión hasta nuestros días. Hay tantos buenos que no es fácil otorgar coronas. Además, debemos tener en cuenta que una columna que era brillante a mediados del siglo pasado tal vez no funcione hoy. El columnista trabaja para mañana o esta semana, no para la posteridad, aunque los mejores satisfacen a todos. Uno de los grandes columnistas americanos, Ralph Waldo Emerson, la voz más admirada y representativa de mediados del siglo diecinueve desde la Costa Este hasta las Rocosas, aburre hoy a la mayoría de los lectores (aunque no a mí). Por otra parte, H. L. Mencken, tal vez el mejor y más influyente de sus tiempos, aún demuestra gran vigor en sus seis compilaciones Prejudices (1919-27).

Mi lista honorífica incluiría a G. K. Chesterton, que escribió columnas de todo tipo y forma en su prolífica vida, a menudo en tabernas, cafés, estaciones de ferrocarril y trenes, en auténtico estilo ganapán; la cantidad de ideas originales así expuestas es realmente abrumadora, y medio siglo después de su muerte ofrece un rico venero donde pescar especímenes capaces de inspirar a un columnista. Las columnas de Bennett en el Evening News se han hundido sin dejar rastro, pero las dedicadas a escritores y libros que redactaría para el Evening Standard de Beaverbrook en los años 20 son clásicos de este arte. Beaverbrook mismo me dijo que publicarlos le brindó la mayor satisfacción de su carrera como dueño de un periódico. El Standard siempre ha tenido buenas columnas. Contó con el deán Inge de San Pablo, conocido como el deán sombrío, cuyas columnas sobre los abusos religiosos y la decadencia general de la moral, recopiladas en forma de libro, constituyen un volumen favorito en mis estantes. En mis tiempos incluía la potente, áspera y bien informada voz de Randoíph Churchill, que vociferaba sobre política, así como todo un coro de mujeres inteligentes, desde Maureen Cleave hasta Valerie Grove. El Observer es otro periódico de columnistas. En los años 50 tenía una fascinante columna política escrita por Hugh Massingham, que venía de una familia de buenos columnistas. Se especializaba en lograr que políticos incautos le contaran sus secretos. Luego estaba la urbanidad de Harold Nicolson, con su tenue aire de malicia, un hombre destinado a la diplomacia pero nacido para columnista.

En esa época, un puñado de sobresalientes columnistas de arte engalanaba el Sunday Times. En mi opinión nunca fueron superados: Cyril Connolly y Raymond Mortimer en libros, Desmond Shawe Taylor y Ernest Newman en música, Cyril Ray en la buena vida, Edward Sackville-West en grabaciones gramofónicas y James Agate en teatro. Estos hombres de talento contribuyeron sobremanera a mi educación, una refinada y placentera escuela dominical de la cultura, el caviar y elpáté defoie gras de la civilización europea, deslizándose por mi gaznate para mi gran deleite. Asimismo, cuando vivía en París en mi juventud, devoraba las famosas notas de Francois Mauriac en L´Express, de Raymond Aron en Le Figaro, de Albert Camus en Combat y de Maurice Duverger en Le Monde. Algunos publicaban con mayor regularidad que otros, pero todos encajaban en el título de columnista porque todos elaboraban discursos periódicos sobre importantes temas de su elección. Jean-Paul Sartre, por su parte, se concedía demasiado espacio en Les Temps modernes. Era el tínico periodista que conocí que pudiera escribir 20.000 palabras al día sin enfermarse, y en consecuencia no era un columnista en mi opinión, sino más bien un fenómeno verbal, a veces verborrágico.

Los americanos producen más columnas que cualquier otro país, muchas de mala calidad. Las columnas de Walter Winchell, tan influyentes en sus tiempos, hoy son ilegibles, y ni siquiera ha sobrevivido Walter Lipmann, el sobresaliente columnista de los tiempos de Truman-Eisenhower-Kennedy, pues sus informes semanales sobre las opiniones que circulan en Washington hoy suenan aburridos, vacíos y llenos de perogrulladas. Por otra parte, William Safire, que analiza conceptos además de circunstancias en el New York Times, es un experto en el molde de Mencken, gracioso además de astuto y certero. Así continúa la tradición.



¿Qué define al buen columnista? En mi opinión hay cinco requisitos esenciales. El primero es el conocimiento. No estoy diciendo que un columnista deba ser una enciclopedia ambulante. De ninguna manera. No hay nada más tedioso que un hombre atiborrado de conocimientos -especialmente datos- y ansioso de abrumarnos con ese tesoro. Algunos de los más latosos son hombres dotados de grandes conocimientos. (Es interesante señalar que las mujeres no nos aburren con datos, sino con opiniones. No conozco a ninguna columnista que meta demasiados datos en sus notas: la debilidad de su sexo consiste en ofrecer demasiado pocos.) Pero el que se aventura a escribir una columna debe saber mucho sobre una vasta variedad de temas. Es preciso, no obstante, que esos conocimientos estén almacenados y clasificados, que sean actualizados y desempolvados regularmente, pero que se citen con mucha discreción, en dosis pequeñas, según las necesidades del artículo. Los conocimientos del buen columnista deben ser como una vasta bodega de buen vino, fresca y aseada, en constante maduración, reaprovisionada periódicamente con la aparición de nuevas cosechas. Invitan al lector a sorber y paladear, en cantidad suficiente para apreciar la calidad de los vinos disponibles. Pero nunca obligan al invitado a beber más de una copa en cada ocasión, de modo que las visitas a la bodega conserven su frescura y placer. Pero, asimismo, ningún lector debería irse sin algún conocimiento hospitalario, por ínfimo que sea. Me siento estafado si termino una columna sin haber adquirido algún tesoro útil, interesante o inusitado, algo que no sabía y me satisface saber.

Ningún columnista sobrevivirá mucho tiempo sin ser hasta cierto punto un hombre o una mujer de mundo. Teóricamente una columna puede ser obra de un observador candoroso que se destaca precisamente por estar fuera del mundo y no saber qué sucede. Con gran ingenio literario, esto puede bastar por un tiempo, como novedad o como paradoja periodística. Pero los lectores no se sentirán atraídos por alguien aún menos informado que ellos o que simplemente refleja su propia vacuidad. Es verdad que un columnista puede situarse, por así decirlo, en un exilio voluntario, y fingir que analiza la sociedad con distanciamiento desinteresado. En los años 50, J. B. Priestley escribió para el New Statesmari una admirable serie de ensayos llamada "Pensamientos desde el desierto", donde criticaba la sociedad moderna desde el punto de vista de un hombre, como Cicerón, que se había retirado de los tejemanejes londinenses para llevar una vida reflexiva en su finca campestre. Pero esto sólo funciona si, como sucedía con Priestley, uno ha estado en el calor de la refriega y se propone regresar.

Los conocimientos se componen de muchos ingredientes. Un saber mundano, por supuesto: estar al corriente de cómo un primer ministro dirige una reunión de gabinete; cómo se entrega el premio Booker o por qué se buscan ávidamente las invitaciones a los almuerzos de la señora A mientras que las fiestas de la señorita B tienen poca concurrencia si hay algo mejor en oferta. Es necesario que un columnista haya viajado mucho, especialmente a esos lugares que aparecen continuamente en las noticias y la conversación. Tendría que estar familiarizado con París, Nueva York, Roma y Venecia, y haber visitado el resto al menos una vez. Tiene que distinguir lo genuinamente exótico de lo que es mero material de folleto de viajes. Los idiomas no importan. El columnista debe hablar, escribir y comprender su propia lengua a la perfección; desde luego, si insiste (en lo que deben ser raras ocasiones) en usar palabras extranjeras, debe comprenderlas.

Un columnista debe conocer a mucha gente, desde los humildes hasta los poderosos. El que alardea de poseer un conocimiento cabal del hombre común pisa un terreno resbaladizo, y no aconsejo exhibir un saber popular. No es aconsejable citar a los taxistas, al menos en cuestiones políticas. Por otra parte, es posible valerse de los jardineros y, con destreza, construir con ellos un servicial personaje, que sin embargo no se debe usar demasiado. Kingsley Martin recurrió espléndidamente a su jardinero de Sussex durante más de un cuarto de siglo, empleándolo para comunicar una sabiduría que abarcaba un terreno mucho más vasto que la horticultura. Yo mismo he citado a los jardineros y sus perros. No aconsejo recurrir a las mujeres de la limpieza. Los mayordomos y camareros son tabú, aunque uno los tenga. Por otra parte, conviene tener a mano a un policía sensato y bien informado: en la actualidad, el delito y los delincuentes cumplen una función necesaria en una columna bien regulada y leída por las clases medias. Personalmente me gusta introducir a un extranjero observador y mundano para ofrecer una visión externa de las mores inglesas, sobre todo si el lenguaje es pintoresco y divertido. A menudo uso a lady (Carla) Powell para este propósito. Citar a los grandes, los buenos y los malos a veces es necesario pero siempre arriesgado. Desde luego el columnista debe conocer personalmente a los principales poderosos de la época, y, si es posible, a cualquier otra persona que suela aparecer en las noticias. Pero la conciencia de este intenso conocimiento debe llegar al lector de manera casi fortuita, y nunca se debe hacer alarde de ella. La ostentación de nombres célebres es fatal para una buena columna. Recordemos el triste ejemplo de Ali Forbes, principal ostentador de nombres célebres en Gran Bretaña. Pero me gusta incluir un par de nombres en cada artículo. El buen periodismo siempre trata sobre la gente. Un argumento o impresión es más eficaz si está apuntalado por hombres y mujeres reales. Y conviene pintar a estos personajes con un par de adjetivos, para infundirles vida y persuadir al lector de que para uno son personas y no meras celebridades.

El conocimiento histórico es sumamente útil para el columnista que escribe sobre muchos temas. Es preciso fundirlo imperceptiblemente con las evocaciones personales del pasado reciente. El lector necesita saber que nuestros comentarios sobre lo que ocurre en el mundo no surgen de teorías o conjeturas sino de la experiencia que hemos vivido durante angustiosas décadas, cerca del centro de los acontecimientos, además de haber estudiado los más remotos. No digo que un columnista deba ser viejo, de ningún modo, pero tampoco debe ser joven. Una cosa es que un joven cuente experiencias reales, semana a semana, desde un lugar del que queremos oír hablar -pienso en la columna de Zoé Heller desde Nueva York en el Sunday Times Magazine-, donde sólo se requiere una vida atareada y talento literario. Muy otra es que una persona de veinticinco años pontifique sobre sus tiempos desde la perspectiva de un mero lector de periódico. Hay demasiados columnistas de este tipo en la actualidad, y ninguno vale un céntimo.

Después del conocimiento están las lecturas. Todo buen columnista lleva una biblioteca en la cabeza. Una columna no debe ser libresca, ni siquiera una columna literaria, pues eso es fatal para el esencial toque mundano. Una de las peores columnas que recuerdo es la causerie semanal producida por sir William Haley. Como Haley había sido director de la BBC además de director del Times, y venía de orígenes muy humildes, tenía mucho que decir. Pero prefería escribir con una personalidad libresca y anticuada, divagando sobre antiguas ediciones y libros de fin de siglo. Todo apestaba a John O´London´s Weekly, un bienintencionado periódico para autodidactas que sufrió una muerte natural por ampulosidad. No, las lecturas deben estar presentes -cuantas más mejor- pero deslizadas con arte de prestidigitador, con gracia y economía, y sólo cuando son necesarias. Sea cual fuere el tópico, el columnista debe tener un brazo largo para sacar el libro de los anaqueles de su mente, cuando se requiere una cita o referencia, pero sin pedantería ni alardes de erudición. La poesía sólo se debe citar en raras ocasiones, y con la certeza de que el lector quiere oírla o recordarla. Nada de griego ni latín, a menos que uno esté absolutamente seguro de sí mismo y de sus lectores. Tengo muchos diccionarios de citas en mis anaqueles, pero son para verificar, no para inspirar. No citemos una máxima si no estamos familiarizados con ella. En una columna, la mejor referencia literaria es la que insta al lector a comprar el libro de inmediato. Debe ser pertinente e interesante, y estar insertada con naturalidad.

La segunda función de las vastas lecturas es producir ideas. Soy un gran explorador de estantes, un asiduo expedicionario. Hojeo un libro, leo un par de páginas y lo devuelvo a su lugar. Lo hago en librerías y bibliotecas, y entre mis propios anaqueles. Actualmente poseo unos 12.000 volúmenes. A veces he tenido más, a veces menos. Cada tantos años, una limitación de espacio impone una vasta y dolorosa purga, cuando sé desbrozan las obras meretrices, redundantes o decepcionantes. Luego, rápidamente, nuevos visitantes llenan los espacios vacíos y los abarrotan, y estalla una nueva crisis. Recibo muchos libros nuevos para reseñar, o bien las editoriales me los envían esperando una mención. La mayoría de estos volúmenes van rápidamente a lo que llamo mi depósito de material, un admirable establecimiento vecino llamado Notting Hill Books, dirigido por esa dama culta y refinada, Sheila Ramage, y su encantadora ayudante Pamela. Sin embargo, Sheila también vende libros, principalmente de arte, a precios muy reducidos, así que habitualmente salgo de su tienda con más volúmenes de los que le llevé. El afán de comprar libros es una enfermedad crónica que sólo se cura con la aniquilación corporal. Por mi parte, afronto las consecuencias de esta enfermedad repartiendo mis libros entre dos bibliotecas. Conservo la mayoría en mi casa de Londres, donde han proliferado por todos los recovecos. Pero unos dos mil libros sobre historia del arte, la mayoría libracos voluminosos, han ido a mi casa de Somerset, donde hice construir anaqueles especiales para acomodarlos. En consecuencia, el libro que necesito en determinado momento siempre está a cuatrocientos kilómetros. No obstante, no veo otra solución.

No afirmo haber leído todos, ni siquiera la mayoría de los libros que poseo. Pero los he mirado todos, sé qué contienen. Todos tienen un uso y placer potencial. Muchos son para referencia y verificación, y es gratificante comprobar que los utilizo con frecuencia. La ventaja de tener tantos libros sobre todos los temas que me interesan -principalmente sobre historia, literatura, el mundo, viajes, filosofía, política y religión- es que siempre están disponibles el día en que los necesito, es decir, el día en que vence un plazo de entrega y aún no he encontrado un tema para una columna. Miro los estantes en busca de inspiración. Es un procedimiento peligroso, pues puedo escoger un volumen, enfrascarme en él, y al final descubrir, cuando miro el reloj, que no es de mi conveniencia y han volado horas preciosas. Por otra parte, ha salvado muchas veces mi pellejo periodístico. Además, tener tantos libros a mano a menudo me permite dar cuerpo a una idea precaria con cierto grado de erudición real o espuria.

La tercera clave del arte del columnista es el instinto para las noticias. Un columnista puede ser historiador, como es mi caso, dramaturgo como Keith Waterhouse o novelista como Robert Harris. Pero nunca debe olvidar que para este propósito es ante todo periodista. Debe tener buen olfato para la noticia, y husmearla inquisitivamente antes de ponerse manos a la obra. La mente del lector busca siempre la novedad. La mejor columna es la que responde a la novedad, la vincula con el pasado, la proyecta al futuro y expone el tema con ingenio, sabiduría y elegancia. La noticia puede ser sobre cualquier cosa: geopolítica, problemas locales, ciencia, literatura, modas, arte, el drama, la sociedad, la religión. Su gravedad no importa; pero debe ser algo nuevo, no un tema trillado sobre el que han machacado durante semanas. Un buen columnista sabe detectar un tema de interés que avanza hacia el frente y disparar sus cañones antes que el campo de batalla esté pisoteado y cubierto de humo. En ocasiones es buena táctica tomar el tema de la última semana y verlo de forma inversa, pero sólo si tenemos una perspectiva válida y perspicaz que sea contraria a las opiniones convencionales.

Mi método consiste en redactar tres de cada cuatro columnas usando temas que han despertado interés. En la cuarta me complazco a mí mismo, y escribo sobre lo que creo que importa, al margen de lo que figure en los periódicos. Escribo sobre el tiempo, la temporada o algo que he hecho, visto u oído. Estas columnas personales son la prueba real del oficio. Exige toda nuestra destreza literaria y la certeza de saber que podemos llevar a nuestros lectores hasta el final del último párrafo. Si no tenemos esa certeza, es mejor emprender una rápida retirada y adherirse a los temas convencionales. Por otra parte, he descubierto que cuando uno sale bien librado estas piezas testimoniales o autobiográficas son las más deliciosas para el lector, las más memorables, y al fin encuentran su lugar en las antologías. Una advertencia: cuidado con la jactancia y el triunfalismo. Las piezas personales se deben sazonar con modestia; deben ser humildes, o al menos irónicas en cuanto a nuestras veleidades, y deben enfatizar la incompetencia, el fracaso o la incomodidad antes que el logro personal. El lector suele identificarse más con alguien que soporta sus infortunios jovialmente que con alguien que los afronta sin esfuerzo. En la batalla de la vida, el buen columnista es un perdedor nato, aunque eternamente optimista.

El cuarto punto que se debe tener en cuenta es la necesidad de variedad. La mayoría de las columnas no deben estar muy alejadas de los acontecimientos cotidianos, sean políticas, sociales o culturales. Pero, aunque aborde estos temas, el columnista debe saltar entre estos y otros campos. Trato de no escribir nucho sobre política interna o geopolítica dos semanas seguidas, a menos que la noticia no me deje opción. Y si hay una gran noticia política que captura la atención de todos los columnistas, consulto con el director para saber cómo la está manejando. Si su cobertura es amplia, con frecuencia opto por eludir el tema y escribir sobre algo totalmente distinto, incluso ligero, siempre que él me lo permita. O quizá me disuada de hacerlo. Si escribo sobre pintura, un tema que me interesa cada vez más, luego lo evito durante seis semanas, por grande que sea la tentación. Trato de no hablar de televisión, pues es demasiado fácil y obvio. Trato de no escribir sobre religión más de cuatro veces al año, y nunca en Navidad ni en Pascua, cuando lo hacen todos los demás. Por otra parte, escribo por lo menos cuatro artículos al año donde cito a Dios. No escribo una pieza sobre el extranjero dos semanas seguidas. Si viajo, a veces uso mis experiencias para una columna, pero no con frecuencia, y sólo cuando merece la pena. Hoy todos viajan por todo el mundo, o al menos es sensato suponer que lo hacen. Ningún lugar es realmente exótico, a menos que uno conozca sitios insólitos, y entonces hay que cuidarse del esnobismo o los guiños para los amigos.

Es fatal ser condescendiente con los lectores, así como no es político ser adulador, confianzudo o excesivamente bonachón. Debemos recordar que para ellos lo más fácil del mundo es dejar de leer el artículo después del primer párrafo, o por la mitad, o en cualquier etapa. Ni siquiera necesitan tomar una decisión consciente. El ojo se les va de la página, o dejan de leer porque suena el teléfono, y nunca la retoman. Y si no terminan nuestra columna una semana, quizá no la empiecen la siguiente. El columnista es el suplicante, el lector la amada altanera. Debemos cortejarlo en cada párrafo, cada oración y cada palabra y -he aquí lo más difícil- no aparentar nunca que lo hacemos. Nunca debemos agarrarlo de las solapas, meter una mano atrevida dentro de una falda apretada ni bramar a un oído indiferente. Se trata de amar sin que se note nuestro afán de ser correspondidos. Si sabemos acechar a un venado, acechemos. Si sabemos atraer una trucha, atraigamos. Pero olvidémonos de la escopeta: no funciona con esta clase de presa.

El lector notará que en el párrafo anterior me he referido varias veces a mí mismo. Luego reparé en ello y cambié de tono. Todas las buenas columnas son sobre la humanidad y la naturaleza humana, y son personales. Pero nunca deben ser egocéntricas. La vanidad es el pecado capital del columnista. Por orden de gravedad le sigue la omnisciencia, el hermano menor de la vanidad. La actitud del sabiondo es insoportable. También lo es el énfasis excesivo en un conocimiento exclusivo. Nunca usemos frases como "Le pregunté al primer ministro" o "Un miembro del gabinete me comentó". La personalidad del columnista debe estar presente pero no debe irrumpir abiertamente en el texto. Un buen columnista es un submarino que acecha bajo la superficie de su prosa, el periscopio en alto pero invisible.

En raras ocasiones se puede usar la columna para promover una causa personal, acudir al rescate de un amigo en apuros o evocar a alguien que conocimos y de otra manera dejaría de ser mencionado. Pero estos temas se deben abordar según sus méritos intrínsecos, nunca por su relación con uno mismo. Demos por sentado que hay algo fastidioso en nuestra personalidad o defectuoso en nuestro juicio cuando hay intereses personales de por medio. Lo mejor es conseguirse una esposa que tenga el coraje de señalarnos estas cosas. (Es un hecho que los solterones rara vez son buenos columnistas durante mucho tiempo, e incluso Bernard Levin, la gran excepción, habría sido mejor si hubiera contado con supervisión conyugal.) Y esto me lleva al punto siguiente y más importante: no explotar nuestro poder de columnistas con fines personales. Sin duda el policía de tránsito se equivocó al detenernos por conducir de forma imprudente, y su lenguaje era inexcusable. Pero los lectores no quieren saber nada de ello. Tampoco les interesan los motivos por los cuales el municipio nos negó permiso para una renovación, ni nuestra pasmosa experiencia con BA/Virgin Airways, ni la impúdica conducta del inspector en el tren de las 4.50 de Paddington a Oxford, ni el modo exasperante en que John Lewis/Peter Jones colocó la nueva moqueta en nuestra sala. ¿Problemas para reparar la lavadora? Olvidémoslo, todos los tienen. Supongo que vale la pena mencionar un atraco grave. Pero nadie quiere enterarse de los pormenores salvo la policía local, que no tiene más remedio. Nuestra experiencia con la niebla, nuestra demora en el aeropuerto, la historia de cómo el corredor de seguros, la compañía de gas, la cajera de Safeways o el agente de Hacienda nos estafaron, cobraron de más, maltrataron o insultaron, nada de ello -insisto- tiene la menor importancia. Para eso están nuestros familiares, para escuchar nuestros problemas, tal como nosotros escuchamos los de ellos. El lector no tiene nada que ver. Recordemos que él no nos hace un favor. Nos paga para entretenerse. No quiere que le cuenten que las enfermeras del St. Mary, adonde fuimos para un implante de cadera, son espléndidas y han cambiado nuestra opinión acerca del sistema de salud y demás. Tampoco se deslumhrará si le contamos que fuimos al palacio de Buckingham para recibir la Orden del Imperio Británico, y que la reina tiene un cutis hermoso y los aparcamientos están administrados con eficiencia. Seamos maduros: a nadie le importa que el columnista sea una celebridad menor -quizá muy menor- salvo a él mismo. Así que no escribamos sobre nuestro perro (salvo un par de veces al año), nuestros hijos (una vez) o nuestra esposa (nunca).

Al mismo tiempo, seamos nosotros mismos. Una columna impersonal es una contradicción, como un diario íntimo discreto. Para que la columna tenga éxito, el lector debe gustar de nosotros, y para ello debe conocernos. Así que mostremos la cara de cuando en cuando. La gente que paga por los periódicos y revistas quiere tener una relación personal con ellos, en general de amor y odio, con paréntesis de rezongos, exasperación y violencia. He visto cómo el mismo Rupert Murdock tomaba un ejemplar de uno de sus periódicos, el Sunday Times -mi ejemplar, para colmo-, lo miraba con airado rechazo, lo estrujaba y lo arrojaba al fuego. Esta relación emocional entre el periódico y el lector alcanza su punto más intenso cuando el columnista está en el punto de mira. Si uno escribe una columna, está en primera línea, a tiro de piedra de las trincheras del lector. Pongamos nuestro casco en una vara y agitémoslo, hagámosle saber que estamos allí.

Un último comentario. La vida es triste para la mayoría de la gente, sin duda también para el columnista. Pero, como en Pagliacci, se trata de no mostrarlo y continuar con el espectáculo. Usemos,la columna para criticar a los notables, enderezar entuertos, atacar gobiernos y humillar a los arrogantes. Pero de vez en cuando señalemos que vivimos en un mundo infinitamente bello donde abundan la gente fascinante, los hechos alentadores y las risas, y que Dios está en Su cielo.


Autor: Paul Johnson | Fuente: ConoZe.com

sábado, 27 de febrero de 2016

El auténtico arte sacro




El arte sacro tiene la tarea de servir con la belleza a la sagrada liturgia. En la Sacrosanctum Concilium está escrito: “La Iglesia nunca consideró como propio ningún estilo artístico, sino que acomodándose al carácter y condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo, creando en el curso de los siglos un tesoro artístico digno de ser conservado cuidadosamente” (n. 123).

La Iglesia, por tanto, no elige un estilo; esto quiere decir que no privilegia el barroco o el neoclásico o el gótico, sino que todos los estilos son capaces de servir al rito. Esto no significa, evidentemente, que cualquier forma de arte pueda o deba ser aceptada acríticamente, de hecho en el mismo documento, se afirma con claridad: “la Iglesia se consideró siempre, con razón, como árbitro de las mismas, discerniendo entre las obras de los artistas aquellas que estaban de acuerdo con la fe, la piedad y las leyes religiosas tradicionales y que eran consideradas aptas para el uso sagrado” (n. 122). Resulta útil, por tanto, preguntarse “qué” forma artística puede responder mejor a las necesidades de un arte sacro católico, o lo que es lo mismo, “cómo” el arte puede servir mejor “con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia”.

Los documentos conciliares no derrochan palabras, y sin embargo dan directivas precisas: el arte sacro auténtico debe buscar “noble belleza” y no “mera suntuosidad”, no debe contrariar a la fe, las costumbres, la piedad cristiana, u ofender el “genuino sentido religioso”. Este último punto viene explicitado en dos direcciones: las obras de arte sacro pueden ofender el sentido religioso genuino bien “por la depravación de las formas”, es decir, formalmente inoportunas, o “por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte” (n. 124). Se requiere al arte sacro la propiedad de una forma bella, “no depravada”, y la capacidad de expresar de forma apropiada y sublime el mensaje. Un claro ejemplo está presente también en la Mediator Dei, en la que Pío XII pide un arte que evite “el realismo excesivo por una parte, y por otra, el exagerado simbolismo” (n. 190).

Estas dos expresiones se refieren a expresiones históricas concretas. Encontramos de hecho “excesivo realismo” en la compleja corriente cultural del Realismo, nacido como reacción al sentimentalismo tardorromántico de la pintura de moda, y que podemos encontrar también en la nueva función social asignada al papel del artista, con peculiar referencia a temas tomados directamente de la realidad contemporánea, y también además la podemos relacionar con la concepción propiamente marxista del arte, que conducirán a las reflexiones estéticas de la II Internacional, hasta las teorías expuestas por G. Lukacs. Además, hay “excesivo realismo” también en algunas posturas propiamente internas a la cuestión del arte sacro, e sea, en la corriente estética que entre finales del siglo XIX y principios del XX propuso pinturas que tratan temas sagrados sin afrontar correctamente la cuestión, con excesivo verismo, como por ejemplo una Crucifixión pintada por Max Klinger, que ha sido definida como una composición “mixta de elementos de un verismo brutal y de principios puramente idealistas” (C. Costantini, Il Crocifisso nell’arte, Florencia 1911, p. 164).

Encontramos en cambio “exagerado simbolismo” en otra corriente artística que se contrapone a la realista. Entre los precursores del pensamiento simbolista se pueden encontrar G. Moureau, Puvis de Chavannes, O. Redon, y más tarde se adhirieron a esta corriente artistas como F. Rops, F. Khnopff, M. J. Whistler. En los mismos años, el crítico C. Morice elaboró una verdadera y propia teoría simbolista, definiéndola como una síntesis entre espíritu y sentidos. Hasta llegar luego, después de 1890, a una auténtica doctrina llevada adelante por el grupo de los Nabis, con P. Sérusier, que fue su teórico, por el grupo de los Rosacruces que unía tendencias místicas y teosóficas, y finalmente por el movimiento del convento benedictino de Beuron.



La cuestión se aclara más, por tanto, si se encuadra inmediatamente en los términos histórico-artísticos correctos; en el arte sacro es necesario evitar los excesos del inmanentismo por una parte y del esoterismo por la otra. Es necesario emprender el camino de un “realismo moderado” junto a un simbolismo motivado, capaces de captar el desafío metafísico, y de realizar, como afirma Juan Pablo II en la Carta a los Artistas un medio metafórico lleno de sentido. Por tanto, no un hiperrealismo obsesionado por un detalle que siempre se escapa, sino un sano realismo que en el cuerpo de las cosas y en el rostro de los hombres sabe leer y aludir, y reconocer la presencia de Dios.

En el mensaje a los artistas se dice: “Vosotros [los artistas] la habéis ayudado [a la Iglesia] a traducir su divino mensaje en el lenguaje de las formas y de las figuras, a hacer perceptible el mundo invisible”. Me parece que en este pasaje se toca el corazón del arte sacro. Si el arte, todo arte, da forma a la materia, expresa lo universal mediante lo particular, el arte sacro, el arte al servicio de la Iglesia, lleva a cabo también la sublime mediación entre lo invisible y lo visible, entre el divino mensaje y el lenguaje artístico.

Al artista se le pide que de forma a la materia re-creando incluso ese mundo invisible pero real que es la suprema esperanza del hombre.

Todo esto me parece que conduce hacia una afirmación del arte figurativo – o sea, un arte que se empeña en “figurar” la realidad – como máximo instrumento de servicio, como mejor posibilidad de un arte sacro. El arte realista figurativo, de hecho, logra servir adecuadamente al culto católico, porque se funda en la realidad creada y redimida y, precisamente comparándose con la realidad, consigue evitar los escollos opuestos de los excesos. Precisamente por esto se puede afirmar que lo más propio del arte cristiano de todos los tiempos es un horizonte de “realismo moderado”, o si queremos, de “realismo antropológico”, dentro del cual se han desarrollado, en el tiempo, todos los estilos propios del arte cristiano (dada la complejidad del tema, remito a artículos posteriores).

El artista que quiera servir a Dios en la Iglesia, no puede sino medirse con la “imagen”, la cual hace perceptible el mundo invisible. Al artista cristiano se le pide, por tanto, un compromiso particular: el de representar la realidad creada y, a través de ella, ese “más allá” que la explica, la funda, la redime. El arte figurativo no debe tampoco temer como inactual la “narración”, el arte es siempre narrativo, tanto más cuando se pone al servicio de una historia que ha sucedido, en un tiempo y en un espacio. Por la particularidad de esta tarea, al artista se le pide también que sepa “qué narrar”: conocimiento evangélico, competencia teológica, preparación histórico-artística y amplio conocimiento de toda la tradición iconográfica de la Iglesia. Por otra parte, la teología misma tiende a hacerse cada vez más narrativa.

La obra de arte sacro, por tanto, constituye un instrumento de catequesis, de meditación, de oración, siendo destinada “al culto católico, a la edificación, a la piedad y a la instrucción religiosa de los fieles”; los artistas, como recuerda el ya muchas veces citado mensaje de la Iglesia a los artistas, han “edificado y decorado sus templos, celebrado sus dogmas, enriquecido su liturgia” y deben seguir haciéndolo.

Así también hoy nosotros somos llamados a realizar en nuestro tiempo obras y trabajos dirigidos a edificar al hombre y a dar Gloria a Dios, como recita la Sacrosanctum Concilium: “También el arte de nuestro tiempo, y el de todos los pueblos y regiones, ha de ejercerse libremente en la Iglesia, con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia; para que pueda juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en los siglos pasados” (n. 123).



Autor: Rodolfo Papa | Fuente: Zenit.org

viernes, 26 de febrero de 2016

El arte de guardar silencio



El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido; en el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos, nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro, elegimos cómo expresarnos.

Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma, y a nosotros a no permanecer aferrados solo a nuestras palabras o ideas sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena.

En el silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo como signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las relaciones.

El silencio es precioso para favorecer el necesario discernimiento entre los numerosos estímulos y respuestas que recibimos, para reconocer e identificar asimismo las preguntas verdaderamente importantes (Papa Benedicto XVI para la 46 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales a celebrar el 20 de mayo de 2012).

HABLAR oportunamente, es acierto.

HABLAR frente al enemigo, es civismo.

HABLAR ante una injusticia, es valentía.

HABLAR para rectificar, es honradez

CALLAR miserias humanas, es caridad.

CALLAR a tiempo, es prudencia.

CALLAR de sí mismo, es humildad.

CALLAR palabras inútiles, es virtud.

HABLAR para defender, es compasión.

HABLAR ante un dolor, es consolar.

HABLAR para ayudar a otros, es caridad.

HABLAR con sinceridad, es rectitud.


CALLAR cuando acusan, es heroísmo.

CALLAR cuando insultan, es amor.

CALLAR las propias penas, es sacrificio.

CALLAR en el dolor, es penitencia.

HABLAR de sí mismo, es vanidad.

HABLAR restituyendo fama, es honradez.

HABLAR aclarando chismes, es estupidez.

HABLAR disipando falsedades, es conciencia.

CALLAR cuando hieren, es santidad.

CALLAR para defender, es nobleza.

CALLAR defectos ajenos, es benevolencia.

CALLAR debiendo hablar, es cobardía.

HABLAR de defectos, es lastimar.

HABLAR debiendo callar, es necedad.

HABLAR por hablar, es tontería.

HABLAR de Dios, significa mucho amor.



El silencio del hombre. «Hay tiempo de callar y tiempo de hablar» (Ecl 3,7). Esta máxima se puede entender a diferentes grados de profundidad. En la sucesión de los días el silencio puede significar la indecisión (Gén 24,21), la aprobación (Núm 30, 5-16), la confusión (Neh 5,8), el miedo (Est 4,14); el hombre acentúa su libertad reteniendo su lengua para evitar la falta (Prov 10,19), sobre todo en medio de palabrerías o de juicios inconsiderados (Prov 11,12s; 17, 28; cf. Jn 8,6).

Por encima de esta sabiduría que pudiera parecer puramente humana, es Dios quien funda en el hombre los tiempos del silencio y de la palabra. El silencio delante de Dios traduce la vergüenza después del pecado (Job 40,4; 42,6; cf. 6,24; Rom 3,19; Mt 22,12) o la confianza en la salvación (Lam 3,26; Éx 14,14); significa que ante la injusticia de los hombres, Cristo, como “fiel” siervo (ls 53,7), puso su causa en manos de Dios (Mt 26,63 p; 27,12.14 p), así es, Jesús callaba.

El silencio es la primera piedra del Templo de la sabiduría: PITÁGORAS.

El que sabe callar es siempre el más fuerte: AMADO NERVO.

Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras: WILLIAM SHAKESPEARE.

El hombre entra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio: RABINDRANAT TAGORE.

De los hombres aprendemos a hablar; a callar, solo de los dioses: PLUTARCO.


Autor: P. Dennis Doren LC | Fuente: Catholic.net

jueves, 25 de febrero de 2016

El Hombre y la Mujer, reflejo del amor de Dios




El arte es el resultado de la fuerza creativa del ser humano, que impele a expresar nuestros sentimientos más profundos para compartirlos con la mayor intensidad de que somos capaces. A Dios podemos considerarlo como el más grande artista en cuanto es creador de todo lo existente, cuando admiramos la belleza de la naturaleza y nos reconocemos a nosotros mismos a través de la observación del mundo que nos rodea. Por tanto, la mayor obra de arte que podemos contemplar es el hombre mismo, ya que es el culmen de la obra de Dios, hecho a imagen suya:
“Dios creó al Hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó” (Gen 1,27).

Dios ha creado al hombre y la mujer con un valor único e incalculable. Cada alma tiene un valor infinito para Él y por ello nos ha hecho partícipe de su belleza. Una belleza que no radica en un canon estético comercial o sensual de la época en la que vivimos, sino que va más allá cuando es capaz de suscitar en nosotros sentimientos de grandeza, de identidad con Dios, de amor y misericordia.

Hay una foto profundamente conmovedora: Una joven madre besando a su hija de pocos años. En un primer vistazo impacta el hecho de ver sus caras completamente desfiguradas por el ácido con el que fueron atacadas.



Ante este tipo de imagen tenemos dos tipos de actitudes que podemos tomar: apartar la mirada y quedarnos en una repulsión superficial, por el acto horrible que les provocó tanto dolor así como por los resultados del mismo; o fijarnos en ellas, empatizar e intentar adoptar esa misma mirada que tienen la una por la otra, limpiar nuestros ojos y admirar –sí, digo bien: admirar– todo lo que nos transmite.

Esa mujer y esa niña nos interpelan en lo más profundo y si las dejamos, suscitarán en nuestro corazón ternura, amor y misericordia, pudiendo ver la belleza del ser humano en toda su pureza, la belleza del amor que se sobrepone al sufrimiento, la belleza innata e infinita de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte, sin encorsetarlo en cánones ni prejuicios.

La misericordia de Dios se extiende a pesar del mal que acecha al mundo, lo sana, lo recupera, lo inunda y lo transforma. Aún en la mayor oscuridad del mal en corazón humano la misericordia puede brillar: ese amor de madre e hija, que representa también el amor de Cristo sufriente por la humanidad entera.

Se puede encontrar la redención a través de la belleza, dejándose inundar por la misericordia. Si aprendemos a mirar con los ojos de Dios, con los ojos del amor y la misericordia, con los ojos del milagro, podremos admirar en este beso tanta belleza como en ‘La Piedad’ esculpida por Miguel Ángel.

Autor: Víctor Fernández | Fuente: zenit.org